Hoy hemos madrugado.
Un calambre de tímida
satisfacción ha recorrido mi espalda al captar los rayos de luz del sol colándose
a través de las rendijas de la persiana. Hoy me apetece acompañar a Gartxen.
Debe estar igual de emocionado que yo, aunque él lo demuestre roncando,
murmurando y remoloneando en la cama cual ballena varada.
Casi todos esperan ya en el
Junira… ¡Vamos Txen! Amaia se va a la playa. Ramón se ha pasado sólo a
desayunar. Somos muchos… quince, doce motos. Carrasco nos va a guiar.
Ya salimos…
No soy motera, sólo pakete, pero
el rugido absolutamente heterogéneo de motores, los destellos de brillo sobre
el metal de colores, las bromas, el ambiente… te afectan en cierta manera, te
vienes arriba, y es entonces cuando te encomiendas al dios asfalto, a la
naturaleza, al viento que te va a acompañar…
… en el minuto siete ya me
encomendaba a otro tipo de dios:
“Jesusito,
Jesusito… que no se me llene la boca de carretera”.
¡Carrasco está fuera de sí! Somos
los segundos y no queremos perderle… Curva a la derecha, curva a la izquierda,
de nuevo a la derecha, la carretera se estrecha, se estrecha más… ¡¿Pero cómo
vamos a subir eso?! ¿Y la bajada…? Gartxen reduce, re-reduce, requetereduce…
¿No hay marchas más cortas?
“Jesusito,
Jesusito…”
Descubro que tengo un superpoder
de dudosa practicidad, el de hacer el vacío con mi trasero. Gartxen me pregunta
si voy bien.
—¡Te
noto tensa!
—¡Yo
ni me noto!
Carrasco nos va indicando (muy
bien, todo sea dicho): Un pollo, una gallina… ¡mira que cabra!... y el
bidegorri… ¡Anda, banquitos, merenderos y barbacoas! No puedo mirar, tengo la
sangre de mi cerebro concentrada en desalojar mi esfínter de entre las
costillas flotantes.
“Qué
bonito…”
He conseguido captar algunos
paisajes por el rabillo del ojo… qué maravilla, qué altura… Otra vez bajando.
Carrasco nos hace señas:
—¡¿Qué
quiere decir eso?! –le pregunto incrédula a Gartxen.
—¡Que
la carretera baja!
—¡¿Cómo que
baja? ¿Y qué es lo que ha hecho hasta ahora?!
Pánico y desolación.
“Jesusito,
Jesusito…”
Llegamos a un bar que se llama
“Cantabria”, pero no tengo ni idea de dónde estamos. Recuerdo haber tomado un
pintxo y una coca-cola a la espera de recuperar la sensibilidad perdida en
lugares de mi cuerpo que jamás se habían dormido anteriormente. Comprendo que
voy a necesitar mucha rehabilitación para volver a abrir mis posaderas.
—Anda
que si llega a venir Amaia… —coincidimos Alex y yo.
Fotos, paisaje bonito… Vamos a
seguir hacia Ermua, creo… ¿luego Bolívar? Es lo bueno de ser pakete, otros
mandan. Ahora vamos por carreteras más normales (o lo que es lo mismo, menos
cercanas a mi concepto de la muerte). El presi, Olagarro, Iholdi y Kepa se
desvían. Nos pegamos a Oscar que nos deleita con un concierto de violín, un
baile cursi a lo Marisol y todo un espectáculo de variedades sobre la moto. Se
conmueve al ver una libélula, nos la señala emocionado, recordándome a Carrasco
escasos minutos antes. Yo ni siquiera veo las rayas de la carretera… ¡para ver
al jodío bicho!
Otra paradita, unas birras, y
cada mochuelo a su olivo.
¿Lo más preocupante?
¡Que me ha gustado!