Y Daniel dejó
de sentir.
Primero
las yemas de los dedos, extendiéndose tal insensibilidad a lo largo de sus
extremidades, durante lo que serían, irónicamente, los segundos más largos de
su vida. La muerte era placentera, silenciosa, ajena al disgusto de los que observaran
en tercera persona. En el caso de Daniel, nadie. Elena, el amor de su vida, se había
ido muchos años atrás.
Carente
de sensaciones y desprovisto del equipaje que siempre había sido un lastre, lo
que debía ser su alma inició una lenta huida a través de los poros de su piel,
y con esta forma incorpórea supo que se alejaba de todo lo conocido.
Muchos
años atrás había dejado de soñar con el mar, incluso de amarlo, y sin embargo
ahora se veía a sí mismo entre sus aguas tranquilas, mecido por suaves olas,
arrastrado por alguna corriente sin rumbo aparente.
Y
en algún momento a lo largo de esta extraña travesía,
comenzó a sentir de nuevo, poco a poco, empezando por el agradable picor del
salitre secándose al sol sobre su piel.
Y
al sentir de nuevo se encontró varado en una orilla de aguas de brillo intenso
y un profundo color turquesa. Era la playa más maravillosa que jamás hubiera
conocido, y había conocido muchas.
Se
incorporó con una agilidad y una suavidad que ya no recordaba, y decidió dar un
paseo por el interior de aquella especie de atolón surrealista en el que había
atracado su alma, un alma al parecer joven de nuevo.
Un
exuberante jardín se iba extendiendo a sus pies según avanzaba. Gerberas a la
derecha, margaritas a la izquierda y jazmines fragantes trepando por columnas
imaginarias hasta donde la vista podía alcanzar. Una placita adoquinada a la
antigua, limitada por bancos de teca y hierro forjado laboriosamente labrado,
se apareció ante él, de la nada. Parecía estar en uno de sus sueños más
preciados, uno de esos en los que el caprichoso subconsciente le permitía
disfrutar de todas las cosas bonitas y sencillas que siempre había adorado… menos
de una: jamás logró soñar con Elena.
Daniel
se sentó en uno de los bancos, no porque lo necesitara, ya que se sentía más
fuerte y ligero que nunca, sino para poder observar tranquilamente todo lo que
le rodeaba, asumir aquella sorprendente y nueva realidad en la que todo parecía
diseñado a su medida. Unos árboles colmados de frutas y de flores, comenzaron a
brotar alrededor de la plaza aislándola de todo lo demás, creando una intimidad
que también había añorado en demasiadas ocasiones.
Y
entonces la vio.
Tan
lejos, tan cerca a la vez.
Su
pelo castaño brillante flotando como si alguna corriente caprichosa la acompañase;
sus ojos verdes, grandes, dolorosamente profundos; sus formas adecuadas, perfectas
para él; sus mejillas de continuo ruborizadas. A Daniel le latía tan fuerte el
corazón que no podía escuchar ni sus propios pensamientos. De sus ojos
comenzaron a brotar lágrimas que se deslizaron raudas por las mejillas para
salar las comisuras de su boca. Sonreía con desesperación, paralizado por la
felicidad, incapaz de reaccionar.
Elena.
La
amaba tanto que todo recuperaba su razón de ser.
Ella
avanzaba como suspendida en el aire, sin apartar su sensual mirada de él. Daniel
fue a su encuentro. Sus cuerpos se unieron, y él, sin dejar de llorar, se
derrumbó entre sus brazos.
—Elena…
¡oh, Dios mío! Te quiero tanto… —susurró.
No
podía parar de acariciarla, de besar sus mojadas mejillas, su frente, sus suaves
labios, su delicado cuello. Era su amada Elena, su añorada Elena. De nuevo
estaban fundidos en un solo ser, como debió haber sido siempre. Ella temblaba.
—Pero,
¿por qué yo?... no lo entiendo, Daniel —preguntó sollozando.
—¿Qué
por qué tú? —él no comprendía su pregunta.
—En
este viaje nos recibe la persona a la que más hemos amado —continuó afectada—,
pero tú… tú me abandonaste, me dejaste diciéndome que ya no me querías —de
nuevo las lágrimas acudieron a sus ojos—. Me rompiste el corazón, Daniel —se
zafó sutilmente del abrazo de su marido.
Él
cerró los puños ante el despiadado recuerdo, la cruel evidencia de haber dañado
a su mujer. Habían sido muchos años de silencio, guardando el secreto más
doloroso de su vida, el que lo había apartado de todo y de todos los que amaba.
Ahora estaban muertos, y pensó que era el momento de explicárselo a Elena. Térmone
ya no podía dañarla pues también había fallecido hacía algunos años. Así que,
afligido, avanzó hacia su esposa y le
tomó la mano.
—Necesito
que me perdones. Siempre has sido mi único amor, lo que más he querido en el
mundo, y que ahora te haya encontrado aquí… es tan perfecto. Te necesito,
Elena, siempre te he amado —le tomó de la barbilla para que sus miradas se
encontrasen—. Mereces una explicación, saber la verdad, y si me dejas, te lo
contaré todo.
Ella
asintió con el rostro bañado en lágrimas.
—Nunca
se me dio muy bien contar historias —suspiró—, pero lo voy a intentar. Fue hace
muchos años, demasiados. ¿Recuerdas que siempre estaba viajando? Bueno, claro,
qué tontería, te casaste con un marino. Yo tenía sueños, y era un inconsciente,
buscando emociones, riquezas, para volver a casa y convertirte en una reina.
—Pero
yo no quería riquezas, te quería sólo a ti —lo interrumpió Elena.
—Ahora
lo sé —apartó su mirada y la dirigió al suelo algo avergonzado—, pero era un
tonto, un iluso. En mi último viaje me escapé del barco sin permiso del capitán
con uno de los botes salvavidas, el más grande, y me dirigí, mientras los otros
dormían, a un acantilado sobre el que se contaban increíbles leyendas: “Una
cueva oculta entre las escarpadas rocas, custodia los tesoros más
extraordinarios jamás vistos”. Así que cuando me enteré de que atracaríamos a
poca distancia de aquel lugar, decidí que debía intentarlo, y así cumpliría mis
sueños. Pero el destino quiso que mi barca quedase atrapada entre unos peñascos
que me cortaron el paso cuando me encontraba ya muy cerca de la infinita pared
de piedra. La mar era demasiado brava, y si me hubiera echado al agua,
cualquiera de las incesantes olas que rompían con furia en el casco de mi nave,
me habría lanzado contra los amenazantes riscos. Sólo podía agarrarme al mástil con la fuerza que me iba quedando. Y a
pesar de mis ganas de vivir, al menos para poder verte una vez más, las energías
me fueron abandonando, y casi renuncié a seguir luchando al ver a lo lejos las
luces de mi barco prosiguiendo su marcha hacia otros mundos lejanos, sin mí.
Estaba tan desesperado que comencé a perder la cabeza, o al menos eso supuse cuando
comencé a oír un dulce y embriagador canto femenino.
Elena
se llevó las manos a la boca para ahogar una exclamación.
—¿Un
canto embelesador? ¿Un canto del que no podías escapar?
—¿Cómo
lo sabes? —Elena no podía saber nada de aquello; Térmone se lo prometió, y no
solía mentir.
—Yo
también lo oía, después de que me dejaras —su asombro se tornó en profunda
tristeza.
Daniel
cerró los ojos conteniendo su desesperación, su ira porque Térmone no hubiera
cumplido su palabra.
—Fue
entonces cuando una inmensa ola arrancó mis manos del mástil al que me
aferraba, arrastrándome hacia las rocas que irremediablemente pondrían fin a mi
existencia, y con aquel envolvente canto haciendo de banda sonora de mi final.
Súbitamente, un largo brazo surgió de entre las aguas y tiró de mí hacia abajo,
sumergiéndome en las profundidades. Aturdido, creí que ya estaba muerto, pero
al darme cuenta de que no era así, pensé que me ahogaría en cualquier momento… Pero,
¿sabes qué?, que no fue así Elena, que no necesitaba respirar y aún así mi
corazón latía con tal fuerza bajo el denso líquido que parecía que se me iba a
salir del pecho. Estaba vivo, muy vivo, y quise saber qué o quién tiraba de mí.
Pero todo sucedía tan rápido, nos movíamos a tal velocidad que era incapaz de
distinguir forma alguna. En unos pocos segundos me encontré tendido sobre una
piedra plana y fría, dentro de una cueva bañada en aguas color esmeralda y totalmente
recubierta de fantásticas y extravagantes estalactitas y estalagmitas. La luz
se filtraba por algunas grietas y confería al
lugar una atmósfera mágica. El canto había cesado, pero sentí que
alguien me observaba desde el agua. Enseguida la vi, era muy bella, y supe de
dónde provenía la sugerente melodía que había estado escuchando.
—¿Te
salvó una mujer hermosa? —le interrumpió Elena.
—Tenía
una melena larga y ondulada, negra como la noche cerrada… y unos ojos
almendrados del color de las mismas entrañas de la cueva. Su rostro era
simétrico y plano de manera singular… quiero decir que su nariz no sobresalía,
al igual que sus pómulos. Enseguida comprendí que no se trataba de una mujer, o
al menos no por completo. Estaba recostada sobre una roca, observándome muy
interesada, cuando de un salto desapareció en aquel verde mar. Y entonces lo
vi: donde debía haber piernas y pies, había una hermosa y plateada cola.
—¿Encontraste
una sirena? —Elena no pudo ocultar su asombro.
—Más
bien ella me pescó a mí, ¿no? —Daniel esbozó una sórdida sonrisa.
—¿Y
qué pasó?
—Que
regresó y se sentó a mi lado, observándome de una forma estremecedora durante
lo que se me antojó una eternidad; hasta que por fin se dirigió a mí, y lo hizo
en un idioma que jamás había oído antes, que ni siquiera sabía que existiera,
pero que pude entender a la perfección. Me preguntó que por qué no estaba
muerto. Yo le dije que ella me había salvado, que mejor que nadie lo debía
saber... y le di las gracias, por supuesto.
Quería
preguntarle muchas cosas, saber más acerca de ella y de su mundo, pero una vital
necesidad de verte, de volver a casa a tu lado, se apoderó de mí y deseé salir
de allí.
Entonces,
como si hubiera leído mi mente, la sirena me asió del brazo con una fuerza
brutal, obligándome a permanecer junto a ella. Me habló de nuevo: se llamaba
Térmone, y me contó el porqué de su asombro, que por momentos parecía aún superior
al mío. “Todo hombre o mujer que gozara del placer de escuchar su canto o
admirar su belleza, encontraba en ese momento una muerte segura”, y era así
desde el principio de los tiempos. Sin embargo yo estaba allí, mirándole a la
cara, escuchando su voz, comprendiendo sus palabras sin inmutarme. Era su
oportunidad de no estar sola nunca más; así que me propuso unirme a ella para
siempre, y a cambio me procuraría todas las riquezas que deseara, y cumpliría
todos mis deseos. Comprendí que me encontraba en la famosa cueva del tesoro que
había estado buscando con tanta pasión, y sin embargo sólo podía pensar en
estar entre tus brazos, entre tus labios. Quería escapar, pero me hizo
comprender que estaba sometido a su voluntad, que lo que me ofrecía no era una
opción, sino que iba a ser así sin importar lo que yo quisiera. Así que sin
pensarlo, le pedí mi primer deseo: poder volver a tu lado, no comprendiendo en
aquel momento hasta dónde podían llegar su ira, sus celos, y su obsesión por
mí, el único ser que podía permanecer a su lado sin caer muerto al instante.
Enfurecida
me amenazó con matarte. Me dijo que sólo debía cantar para ti, que la
escucharías desde donde te encontraras sucumbiendo a su encanto justo antes de
liberar tu último aliento. Yo no podía consentirlo, así que con todo el pesar
de mi corazón, prometí estar a su lado por siempre y olvidarme de ti,
pidiéndole a cambio que me dejara hablar contigo para despedirme y que me
prometiera que jamás te haría ningún daño. Y ahora me dices que la oías cantar…
—Cumplió
su promesa, al parecer. No me pasó nada. O a lo mejor no era capaz de tal
hazaña y simplemente te engañó para retenerte a su lado y separado de mí —le
acarició la cara.
—No
sabes qué cosas le he visto hacer, Elena. Era atroz con la gente a la que yo
quería, muy capaz de matar a voluntad. Destrozaba a cualquiera que siquiera me
dirigiese la palabra de modo amable, así que me tuve que alejar de todo y de
todos. Me convertí en una especie de ermitaño rico.
—Y
viniste a despedirte de mí haciéndome creer que ya no me querías para que te
dejara sin preguntas y sin intentar buscarte o saber de ti.
Daniel
asintió avergonzado.
—Deseé
una gran mansión alejada de todo, no por atesorar riquezas, ni por uraño, sino
para que mi reino fuera infranqueable para todo ser vivo susceptible de la
furia de mi mal amada carcelera. Térmone vivía allí conmigo, en un manantial de
agua salada que ella misma había creado con el poder de sus deseos. No
comprendía que yo no ambicionase nada y comenzó a pensar que mi pena por
haberte perdido era la causa, así que regularmente le pedía dinero, joyas, grandes
mansiones, tesoros de los que había oído hablar y que eran de tal opulencia que
parecían inventados.
Un
buen día comenzó a tornarse su piel de un color púrpura apagado, volviéndose
mate y rugosa. Sus ojos ya no mostraban el color verde de las maravillosas
esmeraldas que a kilos atesoraba en el fondo de su manantial. La vida se le
escapaba, y mientras agonizaba entre las aguas, me prometió estar a mí lado
para siempre si después de morir, también en el más allá, yo quería volver a
ver cumplidos todos mis deseos. Y con esta amenaza cerró los ojos para siempre.
Yo corrí a buscarte por fin, pero habías muerto.
Elena
lo miró con profunda compasión.
—Mi
amor, siento mucho todo lo que has tenido que sufrir. No hay nada que perdonar.
Estaré contigo para siempre. No temas perderme jamás.
Volvieron
a abrazarse fuertemente. Daniel alzó a su mujer asiéndola por la cintura y
dando vueltas sin parar sobre sí mismo mientras reían y lloraban de pura
felicidad. Por fin tendrían lo que merecían, en el más allá, y para siempre.
De
pronto el gesto de Elena se tornó asustado, consternado. Su mirada parecía sostenida
en la nada.
—¿Qué
sucede, mi amor? —preguntó Daniel dejándola en el suelo de nuevo.
—Va
a hacerlo, lo va a hacer —estaba muy perturbada.
—¿Quién
va a hacer qué?
—Tu
hija —Daniel dio un paso hacia atrás y casi se derrumba de nuevo—. Cuando me
dejaste estaba embarazada, y no fui capaz de decirte nada. Luego te busqué,
pero cada vez que parecía que había dado contigo oía ese maldito canto y
desaparecías de mi camino.
—Tengo
una hija —Daniel no conseguía salir de su asombro—. No he podido conocerla, ni
verla crecer, no he podido besarla, ni arroparla por la noche…
—Y
ella no podrá hacerlo con su hijo tampoco —lo interrumpió—. ¡Está a punto de
hacer algo terrible!
—¿Qué
es lo que va a hacer? ¿Y cómo lo sabes? ¿Acaso puedes verla?
—Podemos
ver a quien queramos. Ven, te ayudaré.
Se
sentaron en uno de los bancos de la plaza. Elena le tendió la mano para que la
tomara, y él enseguida pudo captar lo que a ella tanto le había atemorizado.
Una
joven bonita, muy parecida a su amada Elena a los veinte años, paseaba por el
borde de un colosal acantilado, llorando desconsoladamente.
—¡¿Qué
hace?! ¡Se va a caer!
El
gesto de Elena era de pura desesperación.
—No…
¡se va a tirar!
Daniel
comenzó a sacudir la cabeza, incrédulo, aturdido.
—No,
no puede hacerlo… ¡hija mía! —gritó con la esperanza de ser oído—. ¿Cómo se
llama? —preguntó con premura.
—June…
pero…
—¡June!
—No
te oye, mi amor…
—¡Soy
tu padre!... ¡June! ¡No lo hagas!
La
joven seguía paseando por el borde de aquel abismo, indiferente a los sollozos
de su madre y a los gritos de su desconocido padre.
—Pero,
¿por qué? —inquirió Daniel.
—Es
por Paul —declaró pesarosa Elena—, su hijito, nuestro nieto; está muy enfermo—Daniel
cerró los ojos hundido de dolor—. Es tan precioso… Ojalá lo hubieras conocido.
Necesita unos tratamientos muy caros, pero no tienen dinero, están arruinados.
Su marido los abandonó y les dejó sin nada. Viven de la caridad… incluso a
veces no comen… ¿Cómo va a pagar a los médicos? Ella sabe que Paul va a morir.
—¿Y
va a dejarlo solo tirándose por un acantilado? —no comprendía qué pretendía su
hija con todo aquello.
—June
tiene un seguro de vida, es lo único que ha mantenido, y el niño es el
heredero. Con ese dinero podrá sobrevivir a su enfermedad. Está todo estipulado
en su testamento, desde hace años, pero jamás pensé que fuera a hacerlo de
verdad. Es horrible —se tapaba los ojos horrorizada mientras lloraba
desconsoladamente.
Entonces
Daniel la abrazó con intensa pasión, como si se tratara de la última vez,
comprendiendo en ese momento que aquella felicidad prometida para la eternidad
iba a convertirse en un bonito sueño que poder recordar. Dejó a su mujer sola, y
se alejó situándose en el centro de aquella placita que jamás podría olvidar.
—¡Térmone
—extendió los brazos hacia el cielo mientras sus párpados caían necesariamente
resignados—, mi amor —le tembló la voz—, sabes que siempre te he querido, y
quiero estar contigo para el resto de la eternidad!
—¡No,
amor mío, no! ¡Oh, Dios! —Elena comprendió enseguida lo que su marido pretendía;
un grito lastimero se quebró en mil pedazos mientras suplicaba.
Pero
ya no había remedio; los árboles frutales comenzaron a desaparecer como
engullidos por la tierra, las blancas flores se pudrieron, los bancos se
tornaron ajados y mohosos, y lo que había sido el lugar más hermoso que jamás nadie
hubiera podido soñar, se convirtió en una cueva sombría, húmeda y desapacible.
Elena
pudo ver desde la distancia cómo una forma femenina, casi humana de no ser por
sus rasgos extremadamente exóticos, emergía de entre las aguas justo delante de
Daniel. La extraña figura reía eufórica, dirigiéndose a él en una lengua
gutural y aguda que ella no pudo comprender. Le acompañaba un canto conmovedor,
bellísimo, un canto que pronto reconoció. Él se agachó acercándose a aquel ser
que asomaba a través de las oscuras aguas. Le oyó hablar con ella.
—Térmone,
estaremos unidos, juntos para siempre, pero debes cumplir mis deseos.
Ella,
muy contenta, asintió.
—Tengo
una hija, June. Sé que lo sabías —la sirena asintió de nuevo—. ¡Quiero que la
colmes de riqueza, que tenga cuanto necesite ahora mismo, ya, y que no vuelva a
saber de ti jamás, ni de tu canto, ¿me has oído?! Yo la olvidaré y olvidaré a
mi nieto, y me dedicaré sólo a hacerte feliz y a cumplir tus deseos. Tampoco
podrás hacer daño a nadie más que yo quiera, y menos a… mi mujer.
Mientras
pronunciaba estas palabras, observaba con profundo dolor a su querida Elena,
que a unos metros de distancia, se encontraba postrada de rodillas, llorando. Daniel
memorizó cada milímetro de su esencia antes de apartar la mirada de ella para
siempre.
Térmone
suspiró por toda respuesta, extendió sus pálidas manos hacia Daniel y tiró de
él con fuerza, hundiéndolo en las lúgubres aguas, uniéndose así a ella para
siempre.
En
ese mismo instante, Elena contuvo un grito de horror al ver saltar a su hija
desde lo alto del acantilado. Pero bajo los
pies de June ya no se extendía un abismo insondable, sino un cercano manantial
oculto entre las rocas y lleno de esmeraldas.
MIKA
Precioso, triste, me siento un poco identificada con Elena, no solo por el nombre, si no porque es una mujer a la que la vida le ha puesto difícil ser feliz en el amor, con el amor de su vida. Me ha encantado.
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