miércoles, 15 de mayo de 2013

Esta Clarita McFly...

Yo no soy muy objetiva para hablar de Clarita, porque para mí es especial, pero desde luego, lo que no le pase a esta mujer... Lo que sí puedo decir es que va experimentar muchos cambios y a vivir extravagantes aventuras, y en este extracto os avanzo el motivo principal. ¿A alguien le suena?
 
(...)
 —¡Porras! Que no llego, no llego, no llego…
¡Y plof!
 
De pronto, y sin ser capaz de recordar cómo diantres había llegado, se encontraba en una de las salas de seguridad del laboratorio, muerta de hambre y de pie frente a un individuo bastante sospechoso que se hallaba tumbado sobre una de las camillas de acero, atado de pies y de manos.
 
—¡¿Quie-quién es usted?! —le gritó angustiada mientras daba un paso atrás.
 
—Pascualito… ya se lo he dicho antes, Clarita.
 
Era un hombre de entre cincuenta y sesenta años. Tenía el pelo blanco y escasamente repartido alrededor de una gran calva de piel brillante y rosada, con bigote y barba a conjunto, de idéntico tono plateado. Sus mofletes prominentes y rosados y sus ojillos pequeños y azules, más incrustados entre sus cejas pobladas y sus mejillas que otra cosa, convencieron a Clarita enseguida de que aquel hombre debía ser más tierno e inocuo que un cachorrito, a pesar del mono elástico color verde metalizado que embutía su cuerpo lozano.
 
—¿Qué hace usted aquí… así atado?
 
—Pero mujer, ¿otra vez? Mire, desista ya de volver al parking para empezar la tarde porque es la cuarta vez que me pregunta.
 
—Puñetero Delorean
 
—Estaba usted limpiando el laboratorio cuando ha reparado en mí, y no ha podido evitar entrar a ver qué hago yo aquí atado. La primera vez me ha regañado por tener los pies descalzos sobre el acero porque deja marca; la segunda he pensado que la había seducido y que volvía a verme haciéndose la remolona; la tercera he decidido que estaba usted como una cabra… hasta que me ha contado lo de su coche. Y esta es la cuarta.
 
—Pero ¿y qué hace usted aquí?
 
—Tutéeme, mujer… Pascualito.
 
—¿Qué leches hace usted aquí, don Pascualito?
 
El hombre estiraba tanto el cuello para poder mirar a los ojos a Clarita que parecía que se iba a desnucar.
 
—Otra vez… Que el doctor me ofreció un bocadillo de calamares y alojamiento a cambio de prestarme a su experimento, y aquí estoy.
 
—¿Y le tiene que atar?
 
—Oiga, que le he pedido a usted cuatro veces que me suelte y no hay manera.
 
—¿Por si se revela?
 
—¿Qué leches? Me ha dicho las otras veces que porque acaba de fregar el suelo…
 
—Oiga, pues ahora que lo dice…
 
—Nada, mujer… si total, no tengo nada mejor que hacer. Acabe tranquila, acabe.
 
—Pues es que ya voy tarde… ¿sabe usted? —Clarita se centró en repasar de nuevo el suelo que ya había limpiado, por si se había dejado algo y no lo recordaba.
 
—Lo sé.
 
—¿Y de qué va vestido?
 
—Pues no estoy seguro, pero yo me encuentro muy "apañao", ¿no?
 
Psá —declaró Clarita sin apartar la mirada de la puerta del armarito que frotaba afanosamente manopla en mano—, más cómodo un chándal, ¿no?
 
—Mujer, pero esto es aerodinámico, ultraligero e ignífugo. Y no me negará que realza el color de mis ojos.
 
—Eso sí, se le van a una los ojos a otra parte. Pero ¿para qué necesita estar usted aerodinámico e ignífugo? ¿Qué le van a hacer, hombre de Dios?
 
—Bueno, ya sabe, sobre todo me están cargando de poderes sobrehumanos; poca cosa de momento.
 
—Oiga, don Pascualito, yo tengo que seguir por las otras salas… luego me paso a ver cómo se encuentra, por si tiene que ir al excusado… o lo que se preste.
 
—Vaya con Dios, buena moza.
 
Clarita no pudo evitar soltar una risita al comprobar cómo el pintoresco hombre estiraba de nuevo el cuello cual jirafa desatada, para echarle una ojeadita a su trasero.
 
Aunque no tardó en borrársele la sonrisa al recordar lo que la aguardaba…
 
No había remedio, era miércoles y tocaba limpiar la sala de los bichejos.
 
Clarita no era excesivamente escrupulosa, de hecho en sus muchos años de trabajo había tenido que acostumbrarse a muchas cosas, a limpiar numerosas escenas no demasiado gratas, sobre todo cuando trabajaba para el otro señor, que en lugar de dialogar usaba la fuerza para todo. Menudos desaguisados había tenido que limpiar Clarita, que luego le daba pereza ver en casa la reposición de la película clásica de terror ”El Resplandor” porque no desconectaba con el trabajo.
 
Sin embargo las arañas… las puñeteras se le hacían cuesta arriba. Estaban bien encerradas, y ni se las sentía, pero aún así ella pasaba el mocho a toda velocidad.
 
—No me dais mieeedooo —canturreaba procurando caerles bien por si algún día alguna se despistaba y conseguía salir de alguna forma.
 
“Es imposible que se escapen, Clarita, no tenga problema que no corre peligro en ningún momento. Además sólo si sus colores son llamativos y brillantes debe preocuparse, las otras son inocuas… Jajaja”.
 
—¿Ja-ja-ja? —recordaba al doctor agriamente.
 
Y eso que no podía quitarse de la cabeza a aquel hombrecillo disfrazado de pepinillo que había dejado en la estancia contigua, y que de vez en cuando alzaba la cara como podía de la camilla para echarle una ojeadita. Ella no estaba acostumbrada a semejante tonteo, y sus ojos… sus ojos tenían algo…
 
—Aaaay —se descubrió suspirando Clarita.
 
Quizá por eso esta vez no puso tanto cuidado en la tarea de limpiar con veinte ojos las urnas de los bichitos, quizá por eso no se dio cuenta de la que la caja número ocho estaba vacía, pero vacía por completo, como si la araña hubiera hecho el hatillo.
 
—¡Clarita!
 
Oyó berrear al otro lado del cristal a Pascualito.
 
Acudió al grito de socorro lo más rápido que pudo. El hombre sacudía todo el cuerpo como podía, dando saltos arrastrando consigo la camilla.
 
—¡¿Qué es esto?! ¡Ay, quítemela, quítemela!
 
Era Pústula, la araña más fluorescente y más querida por el doctor. ¿Qué podía hacer? Le picaría si no era capaz de reaccionar, y quién sabe que de qué atrocidades era capaz su veneno.
 
—Es Pústula.
 
—Chupi, pero quítemela, quítemela… Huy, huy, huy —seguía dando saltitos.
 
Clarita no sabía qué hacer; estaba fuera de sí cuando alzó la mano para enseguida dejarla caer con todas sus fuerzas sobre el pecho de Pascualito.
 
—¡Ay!
 
—¿Le ha picado?
 
—No, es que tiene mucha fuerza, Clarita —su voz sonaba más bien como un resuello de ultratumba.
 
—Ay, perdone… es que me he puesto nerviosa y… yo.
 
—Mujer, que me ha salvado la vida.
 
—Huy, sí… yo… qué…
 
Algo no iba bien. No era capaz de centrar la mirada en sólo uno de los cuatro Pascualitos… le latía muy fuerte el corazón y la cabeza le iba a estallar.
 
—¿Clarita? ¡Clarita, por Dios!
 
Fue lo último que escuchó antes de caer allí mismo desfallecida.
 
La vida estaba pasando ante sus ojos sin que ella pudiera hacer nada, resignada a lo que le deparase el futuro. Las horas debían estar transcurriendo mientras decenas, cientos, miles de imágenes, pasaban por su cabeza. “Menudo aburrimiento de existencia”, decidió.
 
—¡Clarita!
 
—¿Qué? —volvió confusa al mundo de los vivos.
 
—Qué susto, Clarita, ¿estás bien?
 
—Dios mío, ¿cuánto tiempo he estado inconsciente? ¿Han avisado a mi hijo? Que ese se preocupa enseguida —se quejó mientras se levantaba de un salto.
 
Se sentía vaporosamente ligera.
 
—Mujer, si acabas de caerte… ni siquiera se te han cerrado los parpaditos.
 
—Josús, me creía en los albores del acabose.
 
(...)
 
MIKA