Yo no soy muy objetiva para hablar de Clarita, porque para mí es especial, pero desde luego, lo que no le pase a esta mujer... Lo que sí puedo decir es que va experimentar muchos cambios y a vivir extravagantes aventuras, y en este extracto os avanzo el motivo principal. ¿A alguien le suena?
(...)
—¡Porras!
Que no llego, no llego, no llego…
¡Y
plof!
De
pronto, y sin ser capaz de recordar cómo diantres había llegado, se encontraba
en una de las salas de seguridad del laboratorio, muerta de hambre y de pie
frente a un individuo bastante sospechoso que se hallaba tumbado sobre una de
las camillas de acero, atado de pies y de manos.
—¡¿Quie-quién
es usted?! —le gritó angustiada mientras daba un paso atrás.
—Pascualito…
ya se lo he dicho antes, Clarita.
Era
un hombre de entre cincuenta y sesenta años. Tenía el pelo blanco y escasamente
repartido alrededor de una gran calva de piel brillante y rosada, con bigote y
barba a conjunto, de idéntico tono plateado. Sus mofletes prominentes y rosados
y sus ojillos pequeños y azules, más incrustados entre sus cejas pobladas y sus
mejillas que otra cosa, convencieron a Clarita enseguida de que aquel hombre
debía ser más tierno e inocuo que un cachorrito, a pesar del mono elástico
color verde metalizado que embutía su cuerpo lozano.
—¿Qué
hace usted aquí… así atado?
—Pero
mujer, ¿otra vez? Mire, desista ya de volver al parking para empezar la tarde
porque es la cuarta vez que me pregunta.
—Puñetero
Delorean…
—Estaba
usted limpiando el laboratorio cuando ha reparado en mí, y no ha podido evitar
entrar a ver qué hago yo aquí atado. La primera vez me ha regañado por tener
los pies descalzos sobre el acero porque deja marca; la segunda he pensado que
la había seducido y que volvía a verme haciéndose la remolona; la tercera he decidido
que estaba usted como una cabra… hasta que me ha contado lo de su coche. Y esta
es la cuarta.
—Pero
¿y qué hace usted aquí?
—Tutéeme,
mujer… Pascualito.
—¿Qué
leches hace usted aquí, don Pascualito?
El
hombre estiraba tanto el cuello para poder mirar a los ojos a Clarita que
parecía que se iba a desnucar.
—Otra
vez… Que el doctor me ofreció un bocadillo de calamares y alojamiento a cambio
de prestarme a su experimento, y aquí estoy.
—¿Y
le tiene que atar?
—Oiga,
que le he pedido a usted cuatro veces que me suelte y no hay manera.
—¿Por
si se revela?
—¿Qué
leches? Me ha dicho las otras veces que porque acaba de fregar el suelo…
—Oiga,
pues ahora que lo dice…
—Nada,
mujer… si total, no tengo nada mejor que hacer. Acabe tranquila, acabe.
—Pues
es que ya voy tarde… ¿sabe usted? —Clarita se centró en repasar de nuevo el
suelo que ya había limpiado, por si se había dejado algo y no lo recordaba.
—Lo
sé.
—¿Y
de qué va vestido?
—Pues
no estoy seguro, pero yo me encuentro muy "apañao", ¿no?
—Psá
—declaró Clarita sin apartar la mirada de la puerta del armarito que frotaba
afanosamente manopla en mano—, más cómodo un chándal, ¿no?
—Mujer,
pero esto es aerodinámico, ultraligero e ignífugo. Y no me negará que realza el
color de mis ojos.
—Eso
sí, se le van a una los ojos a otra parte. Pero ¿para qué necesita estar usted
aerodinámico e ignífugo? ¿Qué le van a hacer, hombre de Dios?
—Bueno,
ya sabe, sobre todo me están cargando de poderes sobrehumanos; poca cosa de
momento.
—Oiga,
don Pascualito, yo tengo que seguir por las otras salas… luego me paso a ver
cómo se encuentra, por si tiene que ir al excusado… o lo que se preste.
—Vaya
con Dios, buena moza.
Clarita
no pudo evitar soltar una risita al comprobar cómo el pintoresco hombre
estiraba de nuevo el cuello cual jirafa desatada, para echarle una ojeadita a
su trasero.
Aunque
no tardó en borrársele la sonrisa al recordar lo que la aguardaba…
No
había remedio, era miércoles y tocaba limpiar la sala de los bichejos.
Clarita
no era excesivamente escrupulosa, de hecho en sus muchos años de trabajo había
tenido que acostumbrarse a muchas cosas, a limpiar numerosas escenas no
demasiado gratas, sobre todo cuando trabajaba para el otro señor, que en lugar
de dialogar usaba la fuerza para todo. Menudos desaguisados había tenido que
limpiar Clarita, que luego le daba pereza ver en casa la reposición de la
película clásica de terror ”El Resplandor” porque no desconectaba con el
trabajo.
Sin
embargo las arañas… las puñeteras se le hacían cuesta arriba. Estaban bien
encerradas, y ni se las sentía, pero aún así ella pasaba el mocho a toda
velocidad.
—No
me dais mieeedooo —canturreaba procurando caerles bien por si algún día alguna
se despistaba y conseguía salir de alguna forma.
“Es imposible que se escapen, Clarita,
no tenga problema que no corre peligro en ningún momento. Además sólo si sus
colores son llamativos y brillantes debe preocuparse, las otras son inocuas… Jajaja”.
—¿Ja-ja-ja?
—recordaba al doctor agriamente.
Y
eso que no podía quitarse de la cabeza a aquel hombrecillo disfrazado de
pepinillo que había dejado en la estancia contigua, y que de vez en cuando
alzaba la cara como podía de la camilla para echarle una ojeadita. Ella no
estaba acostumbrada a semejante tonteo, y sus ojos… sus ojos tenían algo…
—Aaaay
—se descubrió suspirando Clarita.
Quizá
por eso esta vez no puso tanto cuidado en la tarea de limpiar con veinte ojos
las urnas de los bichitos, quizá por eso no se dio cuenta de la que la caja
número ocho estaba vacía, pero vacía por completo, como si la araña hubiera
hecho el hatillo.
—¡Clarita!
Oyó
berrear al otro lado del cristal a Pascualito.
Acudió
al grito de socorro lo más rápido que pudo. El hombre sacudía todo el cuerpo
como podía, dando saltos arrastrando consigo la camilla.
—¡¿Qué
es esto?! ¡Ay, quítemela, quítemela!
Era
Pústula, la araña más fluorescente y más querida por el doctor. ¿Qué podía
hacer? Le picaría si no era capaz de reaccionar, y quién sabe que de qué
atrocidades era capaz su veneno.
—Es
Pústula.
—Chupi,
pero quítemela, quítemela… Huy, huy, huy —seguía dando saltitos.
Clarita
no sabía qué hacer; estaba fuera de sí cuando alzó la mano para enseguida
dejarla caer con todas sus fuerzas sobre el pecho de Pascualito.
—¡Ay!
—¿Le
ha picado?
—No,
es que tiene mucha fuerza, Clarita —su voz sonaba más bien como un resuello de
ultratumba.
—Ay,
perdone… es que me he puesto nerviosa y… yo.
—Mujer,
que me ha salvado la vida.
—Huy,
sí… yo… qué…
Algo
no iba bien. No era capaz de centrar la mirada en sólo uno de los cuatro
Pascualitos… le latía muy fuerte el corazón y la cabeza le iba a estallar.
—¿Clarita?
¡Clarita, por Dios!
Fue
lo último que escuchó antes de caer allí mismo desfallecida.
La
vida estaba pasando ante sus ojos sin que ella pudiera hacer nada, resignada a
lo que le deparase el futuro. Las horas debían estar transcurriendo mientras
decenas, cientos, miles de imágenes, pasaban por su cabeza. “Menudo
aburrimiento de existencia”, decidió.
—¡Clarita!
—¿Qué?
—volvió confusa al mundo de los vivos.
—Qué
susto, Clarita, ¿estás bien?
—Dios
mío, ¿cuánto tiempo he estado inconsciente? ¿Han avisado a mi hijo? Que ese se
preocupa enseguida —se quejó mientras se levantaba de un salto.
Se
sentía vaporosamente ligera.
—Mujer,
si acabas de caerte… ni siquiera se te han cerrado los parpaditos.
—Josús,
me creía en los albores del acabose.
(...)
MIKA