martes, 29 de agosto de 2017

Los orígenes de Matrus...


Y este es el primer capítulo de "Matruska la Pelandruska". Los que tengáis el ánimo subidito para leerla entera (y afrontar su crudeza existencial), ya sabéis que está disponible (y requetegratis) en Amazon e Ibookstore (o en varios formatos en este blog).

PERO…  ¿DE DÓNDE HA SALIDO?

“Podríamos decir que se cayó de una higuera y pocos se sorprenderían. Pero hay una realidad mucho más dantesca.”

Aquella mañana, Puri abrió los ojos algo molesta por los rayos de sol que se filtraban a través de las rendijas de la persiana de su habitación. Gimió perezosa y dolorida al girarse sobre sí misma, con idéntica gracilidad a la que hubiera mostrado una ballena varada.
Extendió el brazo en busca de la fornida espalda de Pedro, su amado esposo. Nada. Se encontró abrazando el inmenso vacío del lado opuesto de la cama.
—¡¿Cariño?! ¡¿Estás en el baño?!
Nada otra vez.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz brillante que se reflejaba por todas partes, logró atisbar un trozo de papel pegado con celo en el espejo que se encontraba frente a su cama. Tenía algo escrito.
—Puñetas… ¿Qué pone ahí? ¿Y mis gafas?
Giró su cabeza todo lo que le permitía humanamente el cuello, buscando aquel esquivo utensilio que siempre estaba de picnic cuando ella lo necesitaba, o en su defecto, algo que le permitiese leer la maldita notita sin tener que moverse mucho. Y es que desde que estaba embarazada había pasado por muchas fases, la mayoría de ellas bastante penosas, pero aquella total ausencia de libre albedrío la estaba volviendo loca.
Dejando a un lado que había crecido tanto en los últimos siete meses que era bastante más fácil saltarla que rodearla, Puri llevaba muy mal el haber perdido su centro de gravedad; de hecho, ahora ella poseía gravedad propia, y por donde se movía los objetos iban cogiendo órbita a su alrededor para terminar irremediablemente estrellados contra el suelo. Pedro no paraba de reír a causa de todos los mini desastres naturales que su mujer iba provocando a su paso.
Por fin consiguió estirarse lo suficiente hasta la mesilla, unos cinco centímetros, como para alcanzar sus gafas. Tanteó sin mirar y allí estaban. Se las llevó a la cara a toda prisa, y con ese gesto de estar desarrollando alguna teoría de física cuántica que ponemos algunos al concentrarnos, con los ojos entrecerrados y la lengua asomando por la comisura de la boca, se dispuso a leer la nota.

“He ido al monte con Pascual. Volveré”

—Vaya, qué detalle que vuelva.
Ni un “un besito”, un “te quiero”… Incluso “un cordial saludo a quien pueda interesar” le hubiera valido, pero no. Pedro era bastante falto de tacto, y en aquellos momentos Puri necesitaba más mimos, o al menos algo de empatía. Llevaban pocos meses casados, pero toda la vida juntos, así que sabía muy bien lo que le esperaba a su lado: mucho amor y algo de frustración. Normalmente le parecía bien, pero aquella mañana se sentía rara.
No había terminado de asimilar la ausencia de su marido cuando un intenso calambre electrificó su espalda arqueándola cual mascarón de proa.
—Ah, ah, ah… fu, uf, fu, fu, fu… ¿Qué hagooo? Ayayayayay… ¿Esto es una contracción? Pero si aún no tocaaa… ah, ah, ah… Pedrooo, ¿dónde leches estás? Fu, fu, fu…
Pasó enseguida. Se sintió aliviada a pesar de la certeza de su situación: se había puesto de parto.
Y Pedro en el monte con el avispado de Pascual.
Se incorporó como pudo, y arrastrando los pies y con las piernas muy separadas, se dirigió relativamente rauda hacia la “sala de la tele” donde se encontraban el teléfono y el listín telefónico.
Pasó a una velocidad indescriptible por absurda por delante de la caja tonta y no pudo evitar sonreír al reparar en la figura de plástico y fieltro, a modo de sevillana con toro, que descansaba sobre un tapete. Estaba segura de que iba a crear una moda. A pesar de la situación del momento, las hormonas la traicionaron y las lágrimas acudieron a sus ojos. El suvenir le traía recuerdos inolvidables del viaje de novios tan maravilloso que habían disfrutado hacía escasos meses. Ella creía que no iban a poder costearse el viaje de sus sueños, y sin embargo no sólo habían pasado diez días en “el Polo Norte”, un hostalito monísimo en las afueras de Soria, sino que además, a la vuelta habían parado en León, donde Pedro le compró la figurita que tantos gratos recuerdos le traía.
“El Polo Norte y León” —pensó suspirando.
Si se lo hubieran dicho unos años antes, no se lo hubiera creído. De regreso le confesó a Pedro con gran satisfacción que ya se podía morir tranquila, que se sentía realizada.
Le sobrevino un pinchacillo, con su consiguiente robo de aliento, al intentar sentarse en el borde de la silla tapizada en “polipiel” caqui que se encontraba junto al teléfono, sacándola de sus idílicos recuerdos allá por Castilla la Vieja.
—¡La madre que te parió, Pedro!
Comprendió que no se trataba de otra contracción por la levedad de la angustia y decidió tranquilizarse para buscar en el listín el teléfono de Pascual. Su mujer sabría a qué monte habían ido y cuándo pensaban regresar.
Allí estaba, en la A de “amigo de Pedro”. Algún día tendría que reorganizar la agenda siguiendo otros criterios. Giró con dedo tembloroso la rueda para marcar mientras le echaba un ojo al reloj de cuco de la pared que marcaba las nueve y diez de la mañana. Pensó que a esas horas no sacaría a Berta de la cama, pero si así fuera, se trataba de un mal menor. Si ella iba a parir sola sobre la alfombra de su salón, la mujer de Pascual bien podía sacar el culo de entre las sábanas.
Tras el tercer tono, una voz femenina contestó algo agitada y escasita de aliento.
—¿Siii?... ¡Sí!... chssssss… ¿diga? ¿Quién es?
De fondo se podía oír a Tom Jones berreando.
—¿Berta? Berta, soy Puri, la mujer de Pedro.
—Ay, hola Puri, mujer, no sabes qué susto me has dado… ¡Creía que llamaba mi marido! Pero no hace falta que siempre que me llames te presentes como la mujer de Pedro; sé perfectamente quién eres, que fuimos al colegio juntas, hija.
—¡Casi no te oigo, Berta! ¡Hay mucho ruido y hablas raro! ¡¿Pero que es todo ese jaleo?!
—Bueno… verás… es que me he levantado algo cabizbaja y me he puesto el disco del Jones… Entonces ha sonado el telefonillo… y era el del butano. El pobre tiene la espalda fatal y le he ayudado a subir la bombona por las escaleras… qué sofoco… y… ummm… ¡Eso es todo, ya ves!
Aquello era una trola como una casa.
La ventana del baño de Puri daba al ventanal del salón de la casa de Berta y Pascual; las separaba una callejuela. Así que sin dudarlo se incorporó como pudo, perdiendo el equilibrio ocho veces en el intento, y se dirigió, esta vez extrañamente veloz, sujetándose la barriga y perdiendo las bragas por el camino, al baño de servicio. Llevaba el teléfono bajo el sobaco y sujetaba el auricular entre la oreja y el cuello. De nuevo tuvo que felicitarse satisfecha por el acierto de haber obligado a Pedro a poner un cable de quince metros al aparato.
Mientras Berta le daba palique explicándole lo caro que estaba el butano, Puri hacía malabarismos para colocarse entre la taza del váter y el borde de la bañera. Enseguida  pudo ver a su amiga a través de la pequeña ventanita.
—Ya, Berta, te entiendo… sí, sí, sí. Pero dime, ¿ese butanero es competente?
-¿Eeeh? Claro, mujer —rio en voz alta, y con tono algo capcioso concluyó—, ¡muuuchooo!
—Pues yo no me fío, parece que no sabe muy bien dónde tiene que enchufar la bombona. ¡Berta! ¡Que tienes una teta fuera y parece que te la quiere desenroscar, hombre!
—¡¿Qué? ¿Pero de qué estás hablando?! —fingió indignación y Puri soltó una carcajada que le dolió hasta en las pestañas.
—¡Que te estoy viendo, mujer! Pero, ¿qué haces, so pilingui? ¡Y con el butanero! —era incapaz de contenerse la risa—. Al menos dile que se quite el puro de la boca que te va a prender el pelo.
—Ay, calla tonta… qué vergüenza. No me cuelgues que le despido y vuelvo en un momento.
Puri esperó divertida a que su vecina despachara a aquel extraño hombrecillo vestido de naranja chillón y no pudo dejar de preguntarse qué habría visto en él. Berta lo empujó por la puerta, cerrando de un portazo tras su estela deslumbrante, y volviendo a toda prisa a ponerse de nuevo al teléfono, no sin antes cubrirse con una bata de “guatiné” rosa brillante que descansaba sobre el respaldo de su sofá.
—No me lo puedo creer, Berta, ¿pero qué leches haces engañando a Pascual?
—Bueno, Puri, no es furor uterino precisamente; es venganza. Pascual va con fulanas, ¿lo sabías? Pues sí, al señorito no le basta conmigo y decide humillarme, así que yo me lo hago con el butanero. ¿Pero te has fijado en él? —suspiró desesperada—. ¡Madre mía!, si Pascual es como Errol Flynn a su lado. Pero chica, es lo que hay.
—Suena deprimente… ¡Ay, ay, fu-fu-fu… uf, ay, ay!
—¡¿Pero qué te pasa, Puri?! ¡¿Va todo bien?!
—¡Ay, espera!… Ay, espera, ay, ay, fu, fu… Aaaah.
—¡Puri, Puri, dime algo!… ¡¿Qué te pasa?!
—Ya… ya está… Creo que son contracciones, que estoy de parto.
—Pero si aún faltan dos meses, ¿no? ¡Y Pedro se ha ido al monte con Pascual!
—Por eso te llamaba; necesito saber dónde han ido y cuándo piensan volver. ¿Te han dicho algo?
—Qué va, están en el monte, punto. Ya voy yo para tu casa que te seré más útil.
—Pero, ¿no sabes a qué monte han ido? ¿Nada?
—Bueno, espero que estén lejos de cualquier coto de caza no sea que confundan al lerdo de Pascual con un alce.
—¡La madre que te parió, Berta! —Puri se rió a pesar de todo—. ¿Vienes tú conmigo entonces? —inquirió  aliviada.
—Claro, me visto y voy.
—Primero dúchate, Berta, no vaya a ser que a alguien le dé por fumar a tu lado. Yo voy a llamar al cuerpo.
—¿Qué cuerpo?
—A la guardia civil; necesito que encuentren a Pedro. De esta no se escaquea.
Colgó el teléfono y se dispuso a marcar el teléfono del cuartelillo del pueblo.
—¿Oiga? Soy Purificación Cortés. Me he puesto de parto y mi marido está en el monte.
—Bien, tranquilícese. ¿En qué monte, señora?
—No lo sé. Estoy muy asustada, y preocupada —no era para tanto, pero si no hacía el papel de damisela en apuros, temía que no le hicieran caso.
—No hay por qué, señora. Deme una descripción y pasaré el aviso a los guardias forestales y a las patrullas de monte. ¿Cómo es su marido?
—¿Mi marido? —una inmensa y repentina rabia se apoderó de ella—, ¡mi marido es gilipollas!
—Creo que con eso no bastará, señora. ¿Puede ser algo más concisa?
—Es… es… bajito, calvo, cabezón, con bastante barriga y algo paticorto.
—Señora, ya si me dice que va de verde oliva vamos a tener un serio problema, porque me acaba de describir usted a un noventa por cien de la benemérita.
—Bueno, hombre, ¡yo que sé!
Puri empezó a sentirse idiota. Aquel agente se estaba mofando y ella realmente no tenía nada más qué decir. No sabía si habían ido en coche, en avión, en barco, o en autobús; ni qué ropa llevaba. Nada. Al final iba a tener razón su suegra que solía jactarse a menudo de que en aquel matrimonio el más inteligente y avispado era su hijo, y que ella no sería nada sin él. Enseguida se reprendió por aquel estúpido pensamiento.
—Usted quédese junto al teléfono que ya le decimos que la llame en cuanto demos con él.
—Vale, de acuerdo, daré a luz aquí mismo, sobre mi sofá, esperando a que mi marido me llame, no se preocupe que ni me muevo.
—No, claro, no, perdóneme usted la tontería, señora.
—Yo voy con Berta, la mujer del compañero de monte de mi marido, al hospital. Avísenles de que estamos allí. Sólo son dos, mi esposo Pedro Morel, y su amigo Pascual Gómez.
—No se preocupe que daremos con ellos.
Colgó el teléfono.
Se vistió todo lo rápido que pudo y cuarenta y cinco minutos después ya estaba preparada, sin bragas, ni zapatos, pero preparada. Esperó de pie con la frente apoyada contra la puerta de la entrada, inclinada hacia adelante y con el culo en pompa.
—Ayyyyy  ¿por qué no llegas ya, Berta?... ¡Jodía pilingui!
Una voz seca llegó del otro lado del conglomerado fino y hueco, dando un susto de muerte a la parturienta.
—Aquí… ábreme.
—Oh, perdóname —abrió la puerta bastante azorada—, es el dolor de estas malditas contracciones, que me hace delirar.
—Vale, tranquila, no pasa nada —aunque su gesto indignado anunciaba a gritos que en el primer semáforo la dejaría tirada junto a algún vendedor de pañuelos—. ¿Estás preparada?
—Sí, sí, vamos. La guardia civil está buscando a Pedro y a Pascual y les avisarán de que estamos pariendo.
Cogieron el coche de Berta que estaba parado frente al portal, taponando toda la calle. Por suerte no era una zona de mucho tránsito, porque atravesar el vestíbulo les había llevado más de diez minutos. Puri mostraba un gesto de velocidad engañosa, pero no terminaba de salir disparada.
Una vez en el hospital, las llevaron a una habitación pintada del tono “verde sombrío” de “Tiranlux”. Una enfermera muy agradable intentó acomodar a Puri en una cama alta llena de almohadones. Al comprender la imposibilidad física de tal empeño, decidió llamar a cuatro porteadores que desde aquel día ya no duermen tranquilos debido a las amenazas e improperios, dignos de una posesión satánica, que profería aquella dulce e indefensa parturienta.
Berta miraba asombrada a su amiga desde un sillón de compañía que se encontraba al lado del cabecero de la cama.
—Chica, por Dios.
Puri giró la cabeza hacia ella con los ojos inyectados en sangre.
—¡¡¡Cállate!!!
Cada sílaba fue pronunciada con gran intensidad, como si saliera desde lo más profundo de sus entrañas, dejándola sin aliento y empañando las pupilas de su amiga. Berta decidió que debía ir al baño a refrescarse, aunque sin saber cómo, apareció de pronto en la cafetería del hospital tomándose un gin tonic.
Dos horas después, un médico con gafas de culo de vaso sostenía a su bebé muy cerca de ella para que pudiera observar lo preciosa que era. Tan pequeñita.
Para cuando la trasladaron a la habitación, Berta acababa de llegar de sus pequeñas vacaciones matinales.
—¡¿Dónde estabas? Me has dejado sola, Berta! —acusó llorosa.
—¿Que dónde estaba yo?¿Dónde estabas tú que he vuelto del baño y habías desaparecido?
—Yo pariendo, ¿y tú?
—Es que… no encontraba el servicio.
Berta agachó la cabeza y se acercó a ella despacio y precavida. Puri sonrió.
—¿Tanto miedo daba?
—Terror atroz.
Ambas rieron.
—¿Qué tal ha ido todo? Cuéntame… ¿qué ha sido?
—Ser humano, contra todo pronóstico a juzgar por el padre que tiene —se le perdió la mirada en el verde de las paredes—. La voy a dejar huérfana de padre, Berta, pero aparte de eso… ¡ha sido niña! Es tan bonita… Ahora la verás, me han dicho que me la traen enseguida.
En ese momento Pascual asomaba la cabeza por la puerta de la habitación.
—¡Pascual!… ¿Y Pedro? —Berta no entendía qué hacía allí su marido sin su compañero de monte, el padre de la criatura.
—¿Está bien Puri? ¿Le duele mucho? —preguntó angustiado dirigiéndose a su mujer como si la parturienta no estuviera presente.
—¡Claro que le duele!¡No se puede ni mover!
Pascual se giró y entornó un poco la puerta a su espalda, aunque pudieron oírles de todos modos.
—Pasa, Pedro, no hay peligro, ni se pude mover.
Las dos mujeres se miraron indignadas. Les costó bastante contener la carcajada a pesar de que a Puri le dolía hasta pestañear. Pedro entró cabizbajo, emanando un gran sentimiento de culpa. Se acercó a ella lentamente y deteniéndose a una distancia prudencial.
—¿Estás bien, mi amor?
En ese momento irrumpió la enfermera agradable que había intentado subir a Puri a la cama, con la niña más bonita del mundo entre los brazos, cubierta con una mantita amarilla que su abuela por parte de madre, Visitación, había tejido para la ocasión.
Se les olvidó todo, hasta respirar. Pedro corrió a ponerse al lado de su mujer para poder ver aquella maravilla de pelo negro y mofletes sonrosados: su hijita.
Todos lloraron, pero Pascual desconsoladamente.
—Cómo la vamos a llamar? —preguntó Pedro.
—¿Qué te parece Leticia?
—Ag, suena a princesita cursi, ¿no?
—Bueno… ¿y Matruska?
—Me encanta.
De pronto el rostro de Puri se tornó preocupado.
—¿Qué pasa, mi amor? —se acongojó Pedro.
—Pedro, la niña es sietemesina.
—Bueno, chica, la querremos igual.
—Pero es que íbamos a decir cuando naciera que era sietemesina porque si no, no daban las cuentas, ¿recuerdas?
—Pues mejor, ya no hay que mentir, es sietemesina de verdad.
Puri meditó seriamente acerca de su buen juicio al escoger a Pedro como padre de sus hijos por el tema de los genes, y no pudo evitar pensar que si él era “el componente de aquella familia más inteligente y avispado”, estaban apañados.
—Ay, cariño, es que así supuestamente ha nacido con cinco meses de gestación y eso en el pueblo no se lo va a tragar nadie.
—Que sí, mujer —Pedro no podía parar de sonreír mientras observaba embobado a su Matruska.
Puri se asombró ante la ingenuidad de su marido, a pesar de que siempre había sido bastante tontorrón en ese aspecto. Pero lo que de verdad la dejó atónita perdida fue ver cómo pocos días después le daban el nombre de su hija a una de las calles del pueblo.
En uno de sus muros se podía admirar una labrada placa que rezaba:

“A Matruska, nuestro milagro viviente”.

MIKA LOBO

viernes, 11 de noviembre de 2016

Hay cada "tronao" en esta trilogía...


No penséis mal de mí, pero una vez superados los primeros relatos, he de reconocer que esto de escribir atrocidades relaja un montón. El mundo de la inspectora Lur Duarte está lleno de dolor y confusión, y desde luego en esta segunda novela de la trilogía KRATOS, "El Privilegio del Rey Roto", las cosas no son mucho más apacibles. Dejé mis entrañas en este personaje, que por desgracia llevaba mucho de mi "yo" anoréxico.


(...)

Carmen Duró provenía de un familia rota.
Los titulares de los periódicos, en la sección de sucesos, se habían hecho eco de su infancia sin saltarse ni uno de los escabrosos detalles que habían trastocado su existencia.
El padre de Carmen era famoso. Incluso le habían otorgado un apodo muy televisivo: el Depravado.
Carmen lo adoraba; sobre todo desde el fallecimiento de su madre, cuando ella contaba tan sólo con cinco años de edad. Vivían aislados en un gran caserón a las afueras de Círmene Fall, y su existencia era muy tranquila.
Él se dedicaba por las mañanas a atender una pequeña pescadería que tenían en el pueblo, y por las tardes se encerraba en su estudio para pensar. Y es que estaba lleno de ideas, tenía alma de inventor, pero el azar nunca se había portado bien con él. Carmen jamás le molestaba; sabía que no debía contrariar a su padre.
Y no es que le tuviera miedo, eso hubiera sido imposible. Antón Duró era un hombre sensible y delicado, cariñoso y abnegado. Jamás hubiera dañado a nadie. O al menos eso pensaba todo el que lo conocía. Aun así, Carmen sabía que no debía importunarlo o se decepcionaría con ella. Así que cada tarde se encerraba durante horas hasta que, atraído por el olor de esos maravillosos sandwiches que ya desde muy pequeña preparaba Carmen para cenar, se veía obligado a salir y abandonar por unas horas a su gran amor.
Un extraño día la policía entró en su casa y se coló directamente en el estudio de Antón, sin decir nada, sin preguntar nada. Carmen fue arrollada por un batallón de agentes armados y preparados para disparar. Gritaban mucho y parecían nerviosos, así que la niña se escondió bajo una mesita desde la cual podría observarlo todo sin sufrir daño alguno. Estaba asustada, pero sobre todo preocupada por lo triste que se pondría su padre al ver que habían invadido su espacio especial.
A través de la puerta abierta se podían ver cosas. Rápidamente se tapó los ojos; no quería decepcionar a papá, pero la curiosidad pudo con ella y poco a poco fue retirando sus delgadas y pequeñas manos de delante de su cara. Al principio no comprendía lo poco que podía atisbar a través de los uniformados policías que no paraban quietos, pero enseguida consiguió centrar la mirada en algo que colgaba de una pared. Carmen observaba fijamente pero no lograba descifrar lo que estaba viendo.
¿Era una mujer?
¿Pero por qué estaría colgada así en la pared?
Carmen volvió a taparse los ojos. Aquella señora estaba desnuda y ella no debía ver aquello.
De pronto alguien tiró de ella bruscamente tomándola por la hombrera de su vestido. Ella no se resistió, pero tampoco se destapó los ojos. Una voz masculina y estridente le gritaba cosas terribles. Estaba enfadado con ella, pero no era papá. Él jamás la hubiera hecho daño.
—¡Abre los ojos, niña del infierno! ¡Mira lo que ha hecho tu adorado padre!
Despacito y preocupada por las consecuencias, Carmen fue retirando de nuevo la manita de su cara. Aquel hombre malo la zarandeaba sin parar, y no iba a dejar de gritar si ella no obedecía. ¿Qué podía haber hecho su padre para enfadar tanto a aquel policía?
—¡Que mires de una vez!
Abrió los ojos, aunque no conseguía enfocar lo que tenía delante; había ejercido demasiada presión sobre ellos y todo estaba borroso. Pero entonces, sin remedio, sin poder atrasarlo más, por mucho que luego lo hubiera deseado, vio lo que había allí dentro, lo que su padre se había esmerado tanto en mantener a buen recaudo.
Cuerpos de mujeres desnudas se amontonaban por todas partes. Parecían secas, tiesas, como el bacalao o las mojamas que oscilaban prendidas de arpones sobre el mostrador de la pescadería. Algunas oscilaban como macabros péndulos, colgadas de ganchos inmensos que bajaban desde el techo. Otras simplemente parecían apiladas, como inservibles. Incluso faltaban algunos miembros: a veces una pierna, a veces una mano… Vio a una que no tenía ojos ni boca.
Carmen no podía entender nada. ¿Qué era todo aquello? Si su padre descubría que alguien había estado allí y había dejado aquella macabra escena, se entristecería mucho; incluso podía pensar que había sido ella. El pánico atenazó su garganta y quiso salir corriendo, pero aquel policía la tenía bien sujeta. Alguien más gritaba, pero le gritaba a él, no a ella.
—¡Déjala! ¡Suéltala! ¿Pero cómo demonios se te ocurre traerla aquí? ¡Estás loco!
—¡Tiene que saber lo que él ha hecho!
—¡Suéltala ahora mismo!
El otro hombre regañaba al captor de Carmen, pero a ella le daba igual…
… ya todo daba igual…
…acababa de verla. Ya nada más existía.
Su carita se inclinó procurando comprender lo que estaba observando. Sentada en el escritorio de su padre, con sus gafas y su melena larga color rubio ceniza cayéndole sobre los hombros, se encontraba su mamá. ¿Estaba leyendo? La tez cetrina y una mirada demasiado brillante y vacía, la convertían en una parodia desagradable de lo que había sido su madre. Allí sentada, estática, indiferente, totalmente inerte entre todas aquellas mujeres disecadas.
No podía comprenderlo.
Nadie preparó jamás su mente ni su conciencia para poder asumir todo aquello en sólo unos instantes. Un hombre la había levantado en brazos y la sacaba de la casa.
Aunque ya nunca saldría de allí; su mente se había quedado encerrada entre aquellas cuatro paredes.
Su papá, el hombre que la arropaba cada noche, que cuidaba amorosamente de ella, tan agradable, tan extrovertido y bonachón, había hecho aquello. Ya nunca podría sentirse igual de inocente y tranquila como lo hacía antes de aquel momento.
Todos los periódicos y revistas se hicieron eco de la feroz masacre de “el Depravado”, Antón Duró, el pescadero de Círmene Fall, y la vida de Carmen ya nunca volvió a ser la misma.
Hasta que lo conoció.
Richard Romero trabajaba en un pequeño bufete de abogados, pero ya entonces prometía un futuro espectacular. Era un buen hombre, el mejor que Carmen había conocido en su vida, aparte de su padre. Por eso decidió alejarse de él. Ella no merecía un hombre bueno a su lado, la hija de un brutal asesino en serie. Sin embargo, Richard, desde el primer momento supo que ella era su gran amor, la inocente y dulce muchacha a la que debía salvar de sus demonios; y no cejó en su empeño hasta que accedió a salir con él.
Richard no era un hombre excesivamente guapo, quizá tampoco atractivo, pero emanaba bondad por todos sus poros, y tenía un sentido de lo adecuado y justo bastante inusual en el mundillo de depredadores en el que se movía. No tardaron mucho en casarse, y poco después nació Lucía, la hija mayor del matrimonio, una niña noble y buena, bonita como su madre, y justa como su padre.
¿Quién iba a suponer que algún día se iban a codear con alguien como Enric Domén? ¿Quién iba a pensar que Carla Domén, la hija del magnate, y Lucía se iban a hacer tan amigas? ¿Quién se podía figurar que un doce de marzo se iban a escapar en plena noche para asistir a una fiesta, y no iban a aparecer ya nunca más?
¿Y quién había tenido la osadía de decidir que, casi quince años después, Lucía apareciese muerta en una cueva, rodeada de más de cien cadáveres destrozados?
Carmen no había podido llorar.
Estaba sentada en una de las butacas del hall de su casa con la mirada perdida en el vacío cuando sonó el timbre de la puerta. Instintivamente se levantó para contestar. No solía encargarse ella de abrir la puerta, para eso estaba Mirta, pero aquella noche le había pedido que se fuera a dormir. No la necesitaría.
Ni siquiera dudó un instante, no pensó en lo que supondría abrir la puerta y que alguien estuviera fuera para darle el pésame o interesarse por su estado de ánimo.
No pensó.
Sólo abrió mecánicamente la puerta, como si siempre se hubiera encargado ella de hacerlo.
—Carmen… no sabes…
—No —se precipitó—, no lo digas, por favor.
Enric Domén atravesó el umbral de la casa siguiendo los pasos de Carmen, que caminaba como un zombi dirigiéndose a la sala principal. Enric cerró la puerta tras de sí sin mediar palabra. Se sentaron en el sofá del fondo, el de terciopelo verde que tanto le gustaba a ella, no sólo por ser el más mullido y cómodo, sino por encontrarse en el lugar más apartado de la casa, su refugio, la zona de biblioteca.
La estancia estaba dominada por una gran chimenea que crepitaba siguiendo un ritmo caótico, y rodeada por una confortable alfombra marrón de lana gruesa. Siempre que quería estar sola, cuando necesitaba meditar o desatar su melancolía, acudía a aquel rincón que ya era sólo suyo.
Ahora Enric estaba allí sentado con ella, ajeno al secreto que estaba desentrañando simplemente con su presencia en aquel lugar tan privado.
—¿Dónde está Richard?
—Se ha ido. Necesitaba salir de casa —respondió algo nerviosa.
Enric no sabía muy bien qué decir, ni cómo abordar un tema tan doloroso para todos.
—Yo… yo lo comprendo perfectamente… Me estoy volviendo loco, Carmen.
Ella lo observó preocupada. No soportaba sentir aquello, y menos en aquel momento, pero no podía evitarlo. Era una mujer despreciable y siempre lo había sabido. Su corazón palpitaba desbocado y no era capaz de pensar.
Siempre se sentía así en su presencia.
Maldecía el día en el que había conocido a aquel maravilloso hombre, Enric Domén. Richard había cuidado de ella, la había amado hasta la saciedad, la había colmado de regalos y detalles, pero siempre le había faltado algo: la pasión, esa sensación irracional que todo ser humano necesita sentir.
Cuando conoció a Enric, su mundo se puso patas arriba de nuevo. Era un hombre guapo, atractivo, elegante y peligroso. Su desfachatez y seguridad en sí mismo la habían trastornado desde el primer momento en el que él había posado su descarada mirada sobre ella. Aún eran jóvenes y Carmen también era muy bella, por mucho que se esforzara en ocultarlo.
En una ocasión, ya muy lejana, Enric se había enterado por el propio Richard de que ella estaba en París pasando el fin de semana sola con la excusa de hacer unas compras. En realidad siempre se estaba buscando a sí misma, intentando encontrarse en lugares recónditos en los que nadie la conociera, en los que nadie supiera que en realidad tenía una parte de monstruo por ser hija de uno de ellos, de uno de los peores. Las compras no le interesaban. Su marido lo sabía y entraba en la farsa de su mentira, pero jamás decía nada ni se ofrecía a acompañarla. Comprendía que necesitaba esos momentos para ella sola.
Claro que antes de encontrarse a sí misma, se encontró a Enric.
La noche del sábado abrió la puerta de su habitación del hotel esperando que se tratase del servicio de habitaciones, pero en realidad era él.
No tuvo que mediar palabra. Se lanzó sobre ella abriendo su albornoz como si lo hubiera estado practicando en el ascensor, e hicieron el amor durante todo el fin de semana, descansando sólo para comer algo de vez en cuando y dormitar.
Lo que aquel hombre le hacía sentir no se parecía en nada a cualquier otra sensación que hubiera tenido jamás. Le hacía temblar, vibrar, sentirse viva, seductora, estremecedoramente bella y excitante. Se había vuelto completamente loca por él.
El domingo por la noche tomó el avión de vuelta a casa, separándose de él con el alma rota y con la convicción de abandonar a su marido, Richard. Pasaría el resto de su miserable existencia junto a Enric, aunque él no cambiara nada en su vida, aunque él no la amase tanto como ella a él. Ya sólo importaba Enric Domén y nada más podría apartarla de aquel sentimiento.
Excepto el propio Enric.
Su voz sugerente al otro lado del teléfono, la había hecho estremecerse de maneras insospechadas, desconocidas hasta el momento. Acababa de aterrizar y ya estaba ansioso por saber de ella, por volver a besarla, por tocarla de nuevo. Carmen, por primera vez en muchos años, se sintió feliz; así que le explicó sus planes de futuro al magnate.
La respuesta no fue la deseada. Enric no la amaba y no le iba a permitir que abandonase a su familia por una tontería.
“Una tontería”, pensó Carmen deshecha y vacía de nuevo.
Así que las cosas no habían sido como ella esperaba, aunque de vez en cuando se veían y daban rienda suelta a su pasión desbocada; ella plenamente enamorada, él devoto de su caprichoso ego.
En aquel momento, allí sentados frente a la chimenea, sin saber cómo sufrir la muerte de su hija Lucía, Carmen sólo podía pensar en perderse entre los brazos de su verdadero y único amor.
—Carmen —Enric retiró un mechón de pelo de su cara mientras la observaba con pena y preocupación—, tienes que llorar.
—No pasa nada —le respondió atajando su previsible discurso.
Ella aferró la mano que aún rozaba su pelo y la posó sobre su dolorido corazón. Enric suspiró sintiéndose cada vez más nervioso. Carmen no iba a soltarle. Continuó deslizando la mano, guiándola hasta posarla sobre la cara interna de su muslo derecho. Enric no iba a poder soportarlo. Ella siempre usaba medias porque sabía que él no se podía resistir, y día tras día, a pesar de que casi nunca se veían a solas, elegía cuidadosamente su ropa interior al gusto de su eterno y distante amante. Enric permaneció inmóvil, sin saber muy bien cómo reaccionar; así que fue ella la que deslizó su cuerpo hacia delante buscando el contacto cálido de las yemas de sus temblorosos y masculinos dedos. Él apartó suavemente la seda húmeda que cubría la entrepierna de la desconsolada Carmen, mientras ella liberaba un gemido. Sus ávidas caricias, lentas pero decididas, suaves pero exigentes, habían llenado de repente toda su cabeza, todo su universo, de cosas nuevas en las que pensar, en un mundo en el que ya sólo ella y él existían. Súbitamente la tomó por la cintura y la sentó sobre sus piernas. Por fin él se había hecho cargo de la situación. Besó sus labios con ansia y necesidad mientras abría su blusa en un solo movimiento arrancándole casi todos los botones. Ya todo estorbaba entre sus cuerpos menos la ardiente piel. La tumbó en el suelo, a sus pies, sobre la mullida alfombra, mientras se desabrochaba los pantalones. La necesidad no le dejaba pensar; aquella mujer siempre conseguía llevarlo al límite. Carmen tiró del bajo de su falda hasta remangarla en la cintura; abrió las piernas y flexionó las rodillas esperándole. Enric gemía ante aquella imagen impúdica, sin aún siquiera haberla tocado, mientras se arrodillaba entre sus piernas. Al juntarse sus cuerpos todo encajó en un estallido de dolor, ansiedad y ferviente necesidad. Se habían entrelazado en un baile rítmico y brutal y todo lo demás había desaparecido.
Hasta que oyeron su voz.
Enric hizo el esfuerzo de separarse de ella, de escapar del ineludible momento del descubrimiento de su romance. Richard había regresado y llamaba a su mujer.
Carmen, lejos de querer esconderse, presionó sus manos sobre la espalda de Enric. No lo iba a dejar escapar. Los pasos de Richard resonaban sobre la madera del suelo, paseando no muy lejos de donde ellos se encontraban. Ella estaba aún más excitada, parecía enloquecida, y sin saber cómo, él también continuaba allí dejándose llevar, sufriendo la mayor enajenación de toda su vida, tapando con la palma de su mano la boca de Carmen para acallar sus gemidos, mientras su marido se aproximaba a ellos.
—¿Carmen? ¿Te has acostado? —se podía oír a Richard en la estancia contigua buscando a su mujer.
Enric estaba como loco, sumergido por completo en el balanceo brutal de las caderas insaciables de Carmen. Por fin ella redujo la intensidad de su euforia, completamente saciada. Enric no había terminado pero fue capaz de controlarse, satisfecho ante la reacción de ella. Posó sus rodillas sobre el suelo y tomándola por las caderas, la encaramó a su cintura llevándola hacia la parte trasera del sofá. Allí estaban menos a la vista. Estrecharon aún más sus cuerpos semi desnudos y la acarició suavemente mientras la besaba con pasión.
Jamás se había sentido tan vivo como durante el momento en el que Richard había traspasado el umbral de la biblioteca llamando a su mujer mientras él la poseía muy despacio y en silencio detrás del sofá.
Se sentía poderoso.
Pasaron así unos minutos al terminar, abrazados en silencio, apoyados contra la pared, refugiados tras el sofá. Enric no se había dado cuenta hasta ese momento, pero las mejillas de Carmen estaban totalmente empapadas. No paraba de llorar. Parecía abatida y deshecha.
—No merezco vivir. Estoy rodeada de demonios —susurró con la mirada vidriosa y perdida.
Parecía haber perdido la cordura.
Enric se estremeció ante su reacción y huyó de un salto de su abrazo. Sintió miedo durante un instante. Ella debía guardar un secreto sucio y oscuro y él tenía que salir de allí cuanto antes.



MIKA LOBO 


Este capítulo de "La Ley del Dios Ciego" me persiguió mucho tiempo...


Sólo puedo decir que este capítulo de la primera novela de la trilogía KRATOS, ha sido de lo más duro que he tenido que escribir. No es la inspectora Lur Duarte, la protagonista de estas oscuras novelas, la única trastornada.

(...)

Ronda Temarli siempre quiso ser madre.
Pero no la madre de cualquiera. Ella quería ser madre de una niña, una niñita que fuera la más bonita del mundo. Claro que para ella, fuera como fuera, sería la más maravillosa.
Y la niña se llamó Saúl, y fue precioso, tan rubio, tan pequeño, tan perfecto. Ronda y José no podían parar de abrazarlo, de besarlo, de quererlo.
Era su pasión. Vivían por él y para él.
Cuando nació su hermana, Inma, él tenía seis años. Por fin la niñita que tanto habían deseado.
Saúl era un niño un poco serio, pero en cuanto aquel angelito rubio, como  llamaba su padre a Inma, entró en sus vidas, aquella sobriedad se acentuó, volviéndose incluso arisco. Cualquiera diría que con tantos mimos y juegos debía al menos sonreír de vez en cuando, o al menos berrear al estar tan consentido. Pero no era el caso. Saúl era distante. Muy a menudo sus padres se preguntaban en qué podría estar pensando, tan pequeño y mirando por la ventana la lluvia caer, callado, abstraído durante horas.
Ante la posibilidad de que su hijo tuviera algún tipo de problema, lo llevaron al Hospital Universitario Central para hacerle todo tipo de pruebas.
Nada.
El niño no era autista, ni mostraba síntomas evidentes de cualquier otra enfermedad física o psicológica. Parecía ser su carácter, y de no ser así, tendrían que esperar a que fuera un poco mayor para saberlo. Ocho años de edad eran pocos para ver con claridad algunas cosas.
Aquel día, al salir del hospital sin resultados concluyentes, volvieron todos a casa resignados, decidiendo que Saúl era así y que lo adoraban, al igual que a su hermanita Inma.
Un día Saúl se levantó de la cama más apático de lo habitual. Contaba diez años entonces. Inma estaba profundamente dormida en su cama y prefirió no despertarla. No le gustaba mucho estar con ella.
Fue a la cocina, donde su madre se encontraba preparando el desayuno. La mezcla de olor a chocolate, café y pan recién tostado, no logró sacar de su indiferencia al muchacho.
—Buenos días, Saúl. ¿Has dormido bien, mi amor?
—Bueno, sí, creo que sí.
—Hoy no has esperado a que fuera a despertarte.
—Mamá —le interrumpió—, ¿hubieras preferido que yo fuera una niña?
—No, cariño, claro que no —se apresuró a contestar temiendo herirle si no era lo suficientemente rápida en su respuesta—. Eres perfecto.
Levantó la cara para mirar directamente a los ojos de su madre, y ella, sorprendida, descubrió que sus ojos estaban llenos de indignación.
—¿Y por qué no?
—¿Qué por qué no?... No sé, nos daba igual lo que fueras, lo que queríamos era que estuvieras bien…
—Pero es evidente que no lo estoy, mamá… Yo sí quiero.
—¿Qué tu sí quieres qué?
—Ser niña.
—No, cariño… lo que pasa es que tienes algo de celos de tu hermana porque crees que ha ocupado tu puesto, pero no es así. Te adoramos, Saúl, igual que a Inma.
—No me estás escuchando, mamá. Esto no tiene nada que ver con Inma ni con vosotros. Es que no me soporto. Me miro y me siento dentro del cuerpo de otra persona. Me doy bastante asco.
Hablaba con una entonación falta de sentimiento que no reflejaba en absoluto lo que estaba diciendo, y aunque resultaba algo espeluznante, era un comportamiento muy habitual en él.
Saúl era muy inteligente, demasiado, así que a Ronda no le extrañó oír hablar así a su hijo que aún no había cumplido los once años. De hecho, de pronto se sintió aliviada ante la perspectiva de haber escuchado por fin de la boca del propio Saúl qué era lo que le tenía tan trastornado desde siempre.
—Pero, Saúl… —no sabía qué decir, estaba muy impresionada—, cariño… no sé qué decirte. Tú no das asco…
—No me refiero a eso, mamá. Tienes que aprender a escuchar; claro, que la culpa es mía por siquiera molestarme. Déjalo.
Se levantó y salió de la cocina.
Ronda se quedó en estado de shock. No sabía qué hacer. Si salía corriendo detrás de él sin tener las palabras adecuadas, iba a ser un fracaso, y no las tenía. Allí estaba plantada, de pie en la cocina, apoyada en el fregadero para no derrumbarse mientras el pan se quemaba en la sartén francesa. Aquel intenso olor a quemado y el escozor que el humo le estaba provocando en los ojos, la sacaron de estupor que la había invadido.
—Oh, Dios mío…
No tardaría en bajar José, y seguramente lo haría acompañado de Inma. Le encantaba despertarla a besos, y ella era sumamente cariñosa, sobre todo con su padre. No se parecía para nada a su hermano en ese aspecto. Por eso Ronda intentaba no ser muy ñoña con Inma, pensando que eso dañaría a Saúl.
Se sentía confundida. ¿Debía contarle la discusión que había mantenido con su hijo a su marido en ese momento, o era mejor esperar y buscar la forma y las palabras adecuadas? Para José sería un palo, pero le aliviaría como a ella saber algo por fin que pudiera explicar aquel comportamiento extraño de su hijo, no le cabía duda.
—Buenos días, mi amor… qué bien huele… a bosque en llamas.
—Hola… ¿e Inma?
—La he dejado en la cama. Estaba tan dormidita, como un angelito, pero de los que roncan y babean.
—Ah, vale.
Comenzó a pasear de un lado a otro de la cocina, frotándose las manos y mordiéndose los labios, como hacía siempre que estaba preocupada.
—Ronda, ¿qué pasa?
Ella se anudó la bata en un gesto compulsivo y se apresuró a sentarse al lado de su marido.
—José, creo que ya entiendo a nuestro hijo. Creo que me acaba de contar lo que le pasa.
—¿Qué? —se puso muy tieso en su sitio, tomó las manos de su esposa y se inclinó para compartir una noticia muy importante con ella—. Dime.
—Escucha, José… es un poco… bueno, para mí no es importante, en realidad, ¿qué más da? No es nada, si sólo es eso, se puede arreglar, ¿no?
Se estaba atropellando y él no la entendía.
—Chsss… cariño, cariño, no pasa nada… háblame. Por fuerte que sea, por grave que sea, siempre será mejor que esto, ¿no?
Ella asintió dejando así caer una lágrima que fue a desaparecer a la comisura de su boca.
—Dice que le da asco su cuerpo… ¡Que quiere ser una niña, no un niño! —gritó susurrando.
—Oh.
José enseguida supo que aquello no eran celos hacia su hermana, y rechazó el hecho de que seguramente era demasiado pequeño y debía tratarse de una confusión que se le podía olvidar con el paso del tiempo. José enseguida comprendió.
—Tenías que haberle oído… ¡Se desprecia profundamente, se siente en un cuerpo prestado y se da asco! Pero me lo contaba como si estuviera hablando del tiempo… ¡ya sabes cómo es!  Mi niño… lo que tiene que estar pasando…
—Ya —suspiró—, no me esperaba esto, Ronda, de verdad que no…
Ella se soltó, bastante irritada, de las manos de su marido, abandonando el borde de la silla en el que había estado casi sentada, para volver a apoyarse contra el fregadero.
—¿Y? ¿Demasiado fuerte para un hombre? Que su hijo quiera ser mujer…
—No, sinceramente, no ¿Cómo puedes pensar eso? En realidad creo que por fin vamos a poder ayudarle… ahora a lo mejor sí.
Tenía la mirada en la nada. Estaba como ido. Ronda se acercó a él y lo abrazó.
—¿Lo dices en serio? ¿No te importa?
—Claro que me importa. ¿Tú sabes el calvario que va a ser para él todo lo que le espera? Pero peor sería si no te lo hubiera dicho y no pudiéramos ayudarle jamás. No es nada feliz… vive marginado, indiferente a todo. Empieza una nueva etapa, cariño, muy dura, pero lo vamos a superar, ya lo verás.
José seguía abrazado a su mujer, pasándole la mano por la espalda intentando tranquilizarla. Lloraban como dos niños.
En ese momento Ronda se percató de que Inma estaba en la puerta abrazada a su Piti, un peluche muy manoseado del que la niña no se despegaba. Era un oso de lana rizada, lleno de calvas, y de un color azul celeste ya algo grisáceo. Ronda lo había metido en legía tantas veces que no entendía cómo no estaba desintegrado por completo; pero Inma era incapaz de dormir sin tenerlo junto a ella. Estaba muy quieta en el quicio de la puerta, observando la situación bastante asustada.
—Mamá, ¿por qué lloras?
Ronda se apresuró hacia ella mientas José se quedaba quieto, sentado en la silla de espaldas a su hija, esperando que no se diera cuenta de que su padre también lloraba. Se limpió los ojos con las mangas.
—Cariño —la abrazó—, mamá llora de alegría, porque está muy contenta.
—¿Lloras de contenta?
—Es que tu padre me ha dado muchos besos y abrazos al levantarse, y me ha dicho que me quiere mucho… y me he emocionado. De eso también se llora, ¿no lo sabías?
—¿Es como cuando lloras viendo las pelis sin que pasen cosas malas?
—Eso es —la volvió a abrazar—. Qué lista es mi niña.
No quisieron abordar el tema de nuevo con Saúl hasta hablar con un psicólogo que les aconsejara cómo tratar el tema. José fingía no saber nada y Ronda se hacía la tonta, como si aquella conversación nunca hubiera tenido lugar.
Dos días después, ella recogía la sala de estar mientras José dormía la siesta en su habitación, Inma jugaba en la de los niños y Saúl veía la televisión, como siempre, mirando sin ver. Parecía que nada le importaba. Aquella misma tarde tenían cita con la psicóloga que lo había tratado dos años atrás de aparente psicosis. No se había concluido en nada y habían preferido dejar de gastar el tiempo con aquellas terapias que parecían no servir para nada. Pero ahora la cosa había cambiado y aquella mujer sabía más sobre Saúl que ningún otro extraño al que pudieran recurrir buscando ayuda. Por la tarde irían ellos dos solos, sin el niño, para recibir asesoramiento.
No podía dejar de estar preocupada y nerviosa por la perspectiva de comenzar a andar un camino que iba a ser difícil, y más aún junto a un niño como él.
Estaba limpiando la mesita del salón cuando algo la paró en seco.
—Saúl, cariño, baja los pies de la mesa que necesito pasar.
La miró fijamente, desafiante. Ronda pensó que intentaba jugar de esa forma tan ácida que a él le gustaba, ya que dos segundos antes de que ella intentara pasar, sus pies se apoyaban en el suelo.
—Saúl, por favor, no me hagas saltar o tener que dar la vuelta.
—Y obligarme a bajarlas para poder pasar no es una opción, por lo que veo.
—Saúl… por favor…
—¿No es una opción que me obligues a bajarlas? Pobre niño patético. Pasa, mamá.
Su tono era totalmente falto de emociones y eso precisamente era lo que más le preocupaba a su madre. Que pudiera percibir todo aquello de sí mismo y de lo que pensaba su familia de él, y le provocara tanta indiferencia. Era demasiado fuerte para ella y muy pocas veces había sabido cómo tratar con él.
—No eres patético, Saúl… deja de decirlo. Ni lo pienso, ni lo pensaré.
—Es igual. ¿Acaso importa lo que tu pienses?
Tenía la mirada perdida mientras hablaba. A Ronda le provocaba escalofríos demasiado a menudo.
Saúl se levantó y se fue a la habitación. Su madre se quedó abatida, pero prefirió esperar para hablar con él.
—Hola Sul —Inma aún no pronunciaba bien su nombre a pesar de no dejar de practicar.
—Hola, ¿qué haces?
—“Meriendar” con mis muñecas… ¿quieres?
Le tendió una taza de plástico rosa vacía, sujetándola con sumo cuidado, como si en ella hubiera algún tipo de líquido que no debiera derramar bajo ningún concepto, hasta que él aceptara la invitación.
—Bueno.
Cogió la taza y se quedó sentado en el borde de la cama, detrás de ella, observándola y preguntándose por qué para ella era tan natural y fácil divertirse con esas cosas. Era una niña de verdad y resultaba lógico que aquello le gustara. Él sólo era un farsante, una niña disfrazada de niño, pero de lo que sí estaba seguro era que no quería, ni nunca había querido, fingir que invitaba a merendar a sus muñecas.
Era consciente de sus diferencias respecto a “lo normal” y no se sentía mal por ello.
Aunque no lo mostrara, muchas cosas le provocaban inquietud, pero ninguna le preocupaba tanto como saber cómo sería sentir algo mínimamente intenso. Más que necesitar saber, tenía una curiosidad que le estaba corroyendo por dentro. Para él la vida no tenía nada que ofrecerle más que frustración, decepción y demasiados grises, así que llevaba tiempo planeando hacer algo drástico, algo que calara para dejar huella antes de dejarse ir.
De nuevo su mirada se perdió mientras observaba a Inma. ¿Podría sentir algo con ese cuerpo? Desde luego, a él no le ayudaba mucho estar encerrado en aquel patético disfraz.
¿Sentiría su hermana lo mismo?
—Inma, ¿te gusta cómo eres?
Ella se giró y le miró con una gran sonrisa pintada en su redonda carita. Agitó eufóricamente la cabeza de arriba abajo mientras se agarraba con los puños cerrados el bajo de su faldita malva.
—Sissi… mamá y papá dicen que soy preciosa… y que tú también, Sul.
—Pero, ¿te miras en el espejo y te ves guapa?
Inma fue corriendo a ponerse frente al espejo de pie que había frente a su escritorio. Se quedó muy quieta mirándose.
—Sí, mucho, muy guapa —meneaba la cabeza para dar énfasis a su afirmación.
Saúl se puso de pie detrás de ella y la observó durante un minuto sin decir nada. Tenía la cara redonda y unos mofletes rosas que parecían robados a un dibujo animado. Sus ojos verdes miraban siempre con mucha atención y a los lados de su carita caían, casi siempre bastante desgarbados a pesar de lo mucho que intentaba arreglarlos su madre, unos rizos rubios con un brillo maravilloso.
Así habría querido ser él si hubiera sido niña, pero ya daba igual.
—¿Juegas conmigo a las princesas, Inma?
—Sí, sí, sí —estaba muy emocionada—. ¿Cómo jugamos? ¿Quieres ser tú la princesa?
Parecía una cruel ironía, pero se trataba simplemente de una pregunta inocente.
—No, tú serás la princesa. Túmbate en la cama. Estás dormida y yo soy el príncipe que viene a salvarte.
—Vale.
Trepó como pudo sobre la cama y se tumbó boca arriba haciéndose la dormida. Saúl se acercó lentamente, y mientras se aproximaba, algo se le movió en el estómago. Sonrió. Pensó que aún no había pasado nada y ya comenzaba a sentir algo interesante.
—No te muevas o pierdes, ¿eh, Inma? Tienes que estarte quieta y con los ojos cerrados.
Ella estaba encantada ante la perspectiva de estar jugando con su hermano. Era la primera vez que lo hacía.
Él apoyó las rodillas sobre la cama a ambos lados del cuerpecito de su hermana, quedando a horcajadas sobre ella, pero sin tocarla siquiera. Inma seguía con su charada, obediente. Saúl se inclinó sobre su hermana y cogió uno de los almohadones que decoraban la cama. Miró aquel rostro sonrosada y precioso justo antes de presionar sobre él con el cojín.
Cerró los ojos y sintió algo de nuevo.
Al principio ella ni se movió. Debía pensar que aquello formaba parte del juego y no quería desobedecer. Segundos después estaba pataleando, pero Saúl dejó caer su peso sobre ella impidiendo así cualquier queja. No habría pasado más de un minuto cuando ella dejó de intentar escapar.
Ahora sí que sentía de verdad.
Aunque de una forma extraña…
…No del todo bien, tampoco del todo mal. Ya no le gustaba tanto lo que había hecho, la sensación había desaparecido demasiado deprisa. Retiró el cojín y miró a su hermana pequeña. No se movía.
—Inma… Inma…
La sacudió con fuerza tomándola por aquellos pequeños y frágiles hombros.
—¡Inma!
Ronda apareció en la habitación enseguida, preocupada por las voces.
—¿Qué pasa, Saúl? ¿Por qué gritas? Tu padre está durmiendo. ¿Inma? —acababa de reparar en ella—. ¿Qué hacéis?
Se acercó a ellos lentamente. Saúl seguía de rodillas sobre su hermanita con el cojín en su mano derecha.
—¿Inma…? ¡Inma! ¡Inma! Mi amor, dime algo.
Empujó a Saúl para que se quitara de encima de ella y la colocó sobre su regazo. La sacudió varias veces.
—¡Inma, mamá no está jugando! Dime algo ¡Inma! Inma… por favor —dirigió una mirada de horror a su hijo que se mantenía de pie frente a ellas observando la escena—. ¿Qué has hecho Saúl?
—Me aburría, quería sentir algo.
Ronda contuvo la respiración, cerró los ojos y cayó de rodillas al suelo. Retiró el cuerpecito de su niña y apoyo las palmas de las manos sobre la cálida moqueta. Iba a perder el conocimiento. Sentía nauseas y la cabeza le iba a estallar. Alzó la mirada hacia su hijo y gritó desde el estómago.
—¡Nooo!
Comenzó a ver borroso, la habitación daba vueltas y sólo permanecía fija la imagen inmóvil y seria de Saúl, allí de pie frente a ellas, impávido.
Dejó de oír, todo ocurría como a cámara lenta, aunque sí notaba el fuerte estruendo que provocaba cada latido de su corazón como si estuviera dentro de su cabeza y pugnara por salir a través de las sienes.
Observó llena de pánico cómo entraba su marido en la habitación a toda prisa quedando inmóvil al comprender la escena. Vio cómo tomaba a Saúl con brusquedad por los hombros y comenzaba a zarandearlo. Ronda no podía oír, pero veía que le gritaba algo repetidamente. Estaba fuera de sí. La falta de reacción por parte del niño, debió empañarle aún más la razón a José, que le asió por el cuello y comenzó a estrangularlo.
—No, no…—consiguió murmurar ella haciendo un gran esfuerzo.
Pero José no la escuchaba y Saúl no intentaba zafarse.
Sacó fuerzas de donde ya no existía nada y se abalanzó sobre su marido arrancando sus manos del cuello de su hijo. Tomó de forma improvisada una banqueta de madera que quedó junto a ella, y en la misma postura en la que Saúl le había quitado momentos antes la vida a su hijita, Ronda asestó un golpe certero a la cabeza de José, quedando al momento todo su contorno bañado en sangre.
Ella sólo quería evitar que acabara con la vida de su hijo, y no midió su fuerza.
Tuvo que hacerlo.
Dejó la banqueta en el suelo, se levantó, se situó frente a Saúl que seguía allí, de pie, observando sin decir ni hacer nada, y sin poder ni articular palabra, se derrumbó sobre sus rodillas llenas de sangre. Cerró los ojos y se orinó encima.
Saúl sintió asco.
Ronda fue a la cárcel por doble homicidio, ya que no iba a consentir que su hijo pagara por algo que había sucedido por culpa de ella. Había sido una mala madre y no había sabido ayudarle. Tal y como era su hijo, en la cárcel no duraría mucho.
Así que Saúl se quedó con sus abuelos, y durante diez años no visitó a su madre, y a lo largo de ese tiempo ella no supo nada de sus padres ni de su hijo, ya que la habían repudiado por aquella atrocidad sin sospechar que el supuesto damnificado, el pobre niño que estaban cuidando en su casa, era el verdadero ejecutor de la hazaña.
Saúl acudió a un famoso bufete de abogados, “Ross&Cordelius”, para saber si podría sacar algo de todo aquello, ya que “había afectado profundamente a su vida”, según sus propias palabras. Su abogado, un joven prometedor sin escrúpulos, le sugirió que pusiera a su madre una demanda por daños y perjuicios para que todas las propiedades familiares pasaran a ser únicamente suyas.
No hizo falta ningún juicio; Ronda firmó nada más ver al abogado con la documentación.
El día que Saúl cumplía veintiún años, Ronda estaba paseando por el patio sola, como siempre, ida, sumida en sus pensamientos, cuando un alguacil se le acercó para darle un aviso.
—Ronda, acompáñame, tienes visita.
—¿Cómo? ¿Yo? No puede ser…
—Sí puede ser, ha hablado conmigo y viene a verte a ti.
—¿Pero quién?
El alguacil sonrió encantado.
—Es tu hija, Ronda, y es guapísima. No me habías dicho que tenías una hija.
Se quedó paralizada. Aquello debía ser una malvada broma y no tenía gracia, desde luego. El alguacil la tomó del brazo y tiró de ella.
—Vamos, no te preocupes, todo irá bien.
Al entrar en la sala de visitas, la vio.
Era alta, con los ojos verdes y muy expresivos. Su cara, algo redonda y sonrosada, estaba enmarcada por unos rizos desordenados de un rubio muy brillante. Llevaba unos vaqueros y una camiseta de tirantes muy ajustada que dejaban ver un bello cuerpo joven.
Intentó tragar saliva pero no pudo.
—Inma…
La joven se acercó y la abrazó. Ella permanecía inmóvil sin poder responder a aquel abrazo. La muchacha, sin apartarse, le susurró al oído.
—Hubiera estado bien, ¿eh? Tendrás que conformarte conmigo, mamá. Soy Sul.
—Saúl…
—Ya no, nunca más. Ahora soy Sul. Creo que debería agradecerte todo esto, al fin y al cabo es gracias a ti y a vuestro dinero… pero creo que de momento no lo haré. Era tu obligación como madre, ¿no? Y nunca te quejaste, nunca me obligaste a hacer nada que no quisiera hacer.
—Saúl… hijo —se agarró a él con fuerza, como si necesitara retenerlo hasta entenderlo todo, pero él se zafó enseguida de forma disimulada.
—Supongo que volveré, mamá. Adiós.

Ronda dejó de sentir.


MIKA LOBO