Sólo puedo decir que este capítulo de la primera novela de la trilogía KRATOS, ha sido de lo más duro que he tenido que escribir. No es la inspectora Lur Duarte, la protagonista de estas oscuras novelas, la única trastornada.
(...)
Ronda
Temarli siempre quiso ser madre.
Pero
no la madre de cualquiera. Ella quería ser madre de una niña, una niñita que
fuera la más bonita del mundo. Claro que para ella, fuera como fuera, sería la
más maravillosa.
Y
la niña se llamó Saúl, y fue precioso, tan rubio, tan pequeño, tan perfecto.
Ronda y José no podían parar de abrazarlo, de besarlo, de quererlo.
Era
su pasión. Vivían por él y para él.
Cuando
nació su hermana, Inma, él tenía seis años. Por fin la niñita que tanto habían
deseado.
Saúl
era un niño un poco serio, pero en cuanto aquel angelito rubio, como llamaba su padre a Inma, entró en sus vidas,
aquella sobriedad se acentuó, volviéndose incluso arisco. Cualquiera diría que
con tantos mimos y juegos debía al menos sonreír de vez en cuando, o al menos
berrear al estar tan consentido. Pero no era el caso. Saúl era distante. Muy a
menudo sus padres se preguntaban en qué podría estar pensando, tan pequeño y
mirando por la ventana la lluvia caer, callado, abstraído durante horas.
Ante
la posibilidad de que su hijo tuviera algún tipo de problema, lo llevaron al
Hospital Universitario Central para hacerle todo tipo de pruebas.
Nada.
El
niño no era autista, ni mostraba síntomas evidentes de cualquier otra
enfermedad física o psicológica. Parecía ser su carácter, y de no ser así,
tendrían que esperar a que fuera un poco mayor para saberlo. Ocho años de edad
eran pocos para ver con claridad algunas cosas.
Aquel
día, al salir del hospital sin resultados concluyentes, volvieron todos a casa
resignados, decidiendo que Saúl era así y que lo adoraban, al igual que a su
hermanita Inma.
Un
día Saúl se levantó de la cama más apático de lo habitual. Contaba diez años
entonces. Inma estaba profundamente dormida en su cama y prefirió no
despertarla. No le gustaba mucho estar con ella.
Fue
a la cocina, donde su madre se encontraba preparando el desayuno. La mezcla de
olor a chocolate, café y pan recién tostado, no logró sacar de su indiferencia
al muchacho.
—Buenos
días, Saúl. ¿Has dormido bien, mi amor?
—Bueno,
sí, creo que sí.
—Hoy
no has esperado a que fuera a despertarte.
—Mamá
—le interrumpió—, ¿hubieras preferido que yo fuera una niña?
—No,
cariño, claro que no —se apresuró a contestar temiendo herirle si no era lo
suficientemente rápida en su respuesta—. Eres perfecto.
Levantó
la cara para mirar directamente a los ojos de su madre, y ella, sorprendida,
descubrió que sus ojos estaban llenos de indignación.
—¿Y
por qué no?
—¿Qué
por qué no?... No sé, nos daba igual lo que fueras, lo que queríamos era que
estuvieras bien…
—Pero
es evidente que no lo estoy, mamá… Yo sí quiero.
—¿Qué
tu sí quieres qué?
—Ser
niña.
—No,
cariño… lo que pasa es que tienes algo de celos de tu hermana porque crees que
ha ocupado tu puesto, pero no es así. Te adoramos, Saúl, igual que a Inma.
—No
me estás escuchando, mamá. Esto no tiene nada que ver con Inma ni con vosotros.
Es que no me soporto. Me miro y me siento dentro del cuerpo de otra persona. Me
doy bastante asco.
Hablaba
con una entonación falta de sentimiento que no reflejaba en absoluto lo que
estaba diciendo, y aunque resultaba algo espeluznante, era un comportamiento
muy habitual en él.
Saúl
era muy inteligente, demasiado, así que a Ronda no le extrañó oír hablar así a
su hijo que aún no había cumplido los once años. De hecho, de pronto se sintió
aliviada ante la perspectiva de haber escuchado por fin de la boca del propio
Saúl qué era lo que le tenía tan trastornado desde siempre.
—Pero,
Saúl… —no sabía qué decir, estaba muy impresionada—, cariño… no sé qué decirte.
Tú no das asco…
—No
me refiero a eso, mamá. Tienes que aprender a escuchar; claro, que la culpa es
mía por siquiera molestarme. Déjalo.
Se
levantó y salió de la cocina.
Ronda
se quedó en estado de shock. No sabía qué hacer. Si salía corriendo detrás de
él sin tener las palabras adecuadas, iba a ser un fracaso, y no las tenía. Allí
estaba plantada, de pie en la cocina, apoyada en el fregadero para no
derrumbarse mientras el pan se quemaba en la sartén francesa. Aquel intenso
olor a quemado y el escozor que el humo le estaba provocando en los ojos, la
sacaron de estupor que la había invadido.
—Oh,
Dios mío…
No
tardaría en bajar José, y seguramente lo haría acompañado de Inma. Le encantaba
despertarla a besos, y ella era sumamente cariñosa, sobre todo con su padre. No
se parecía para nada a su hermano en ese aspecto. Por eso Ronda intentaba no
ser muy ñoña con Inma, pensando que eso dañaría a Saúl.
Se
sentía confundida. ¿Debía contarle la discusión que había mantenido con su hijo
a su marido en ese momento, o era mejor esperar y buscar la forma y las
palabras adecuadas? Para José sería un palo, pero le aliviaría como a ella
saber algo por fin que pudiera explicar aquel comportamiento extraño de su
hijo, no le cabía duda.
—Buenos
días, mi amor… qué bien huele… a bosque en llamas.
—Hola…
¿e Inma?
—La
he dejado en la cama. Estaba tan dormidita, como un angelito, pero de los que
roncan y babean.
—Ah,
vale.
Comenzó
a pasear de un lado a otro de la cocina, frotándose las manos y mordiéndose los
labios, como hacía siempre que estaba preocupada.
—Ronda,
¿qué pasa?
Ella
se anudó la bata en un gesto compulsivo y se apresuró a sentarse al lado de su
marido.
—José,
creo que ya entiendo a nuestro hijo. Creo que me acaba de contar lo que le
pasa.
—¿Qué?
—se puso muy tieso en su sitio, tomó las manos de su esposa y se inclinó para
compartir una noticia muy importante con ella—. Dime.
—Escucha,
José… es un poco… bueno, para mí no es importante, en realidad, ¿qué más da? No
es nada, si sólo es eso, se puede arreglar, ¿no?
Se
estaba atropellando y él no la entendía.
—Chsss…
cariño, cariño, no pasa nada… háblame. Por fuerte que sea, por grave que sea,
siempre será mejor que esto, ¿no?
Ella
asintió dejando así caer una lágrima que fue a desaparecer a la comisura de su
boca.
—Dice
que le da asco su cuerpo… ¡Que quiere ser una niña, no un niño! —gritó
susurrando.
—Oh.
José
enseguida supo que aquello no eran celos hacia su hermana, y rechazó el hecho
de que seguramente era demasiado pequeño y debía tratarse de una confusión que
se le podía olvidar con el paso del tiempo. José enseguida comprendió.
—Tenías
que haberle oído… ¡Se desprecia profundamente, se siente en un cuerpo prestado
y se da asco! Pero me lo contaba como si estuviera hablando del tiempo… ¡ya
sabes cómo es! Mi niño… lo que tiene que
estar pasando…
—Ya
—suspiró—, no me esperaba esto, Ronda, de verdad que no…
Ella
se soltó, bastante irritada, de las manos de su marido, abandonando el borde de
la silla en el que había estado casi sentada, para volver a apoyarse contra el
fregadero.
—¿Y?
¿Demasiado fuerte para un hombre? Que su hijo quiera ser mujer…
—No,
sinceramente, no ¿Cómo puedes pensar eso? En realidad creo que por fin vamos a
poder ayudarle… ahora a lo mejor sí.
Tenía
la mirada en la nada. Estaba como ido. Ronda se acercó a él y lo abrazó.
—¿Lo
dices en serio? ¿No te importa?
—Claro
que me importa. ¿Tú sabes el calvario que va a ser para él todo lo que le
espera? Pero peor sería si no te lo hubiera dicho y no pudiéramos ayudarle
jamás. No es nada feliz… vive marginado, indiferente a todo. Empieza una nueva
etapa, cariño, muy dura, pero lo vamos a superar, ya lo verás.
José
seguía abrazado a su mujer, pasándole la mano por la espalda intentando
tranquilizarla. Lloraban como dos niños.
En
ese momento Ronda se percató de que Inma estaba en la puerta abrazada a su
Piti, un peluche muy manoseado del que la niña no se despegaba. Era un oso de
lana rizada, lleno de calvas, y de un color azul celeste ya algo grisáceo.
Ronda lo había metido en legía tantas veces que no entendía cómo no estaba
desintegrado por completo; pero Inma era incapaz de dormir sin tenerlo junto a
ella. Estaba muy quieta en el quicio de la puerta, observando la situación
bastante asustada.
—Mamá,
¿por qué lloras?
Ronda
se apresuró hacia ella mientas José se quedaba quieto, sentado en la silla de
espaldas a su hija, esperando que no se diera cuenta de que su padre también
lloraba. Se limpió los ojos con las mangas.
—Cariño
—la abrazó—, mamá llora de alegría, porque está muy contenta.
—¿Lloras
de contenta?
—Es
que tu padre me ha dado muchos besos y abrazos al levantarse, y me ha dicho que
me quiere mucho… y me he emocionado. De eso también se llora, ¿no lo sabías?
—¿Es
como cuando lloras viendo las pelis sin que pasen cosas malas?
—Eso
es —la volvió a abrazar—. Qué lista es mi niña.
No
quisieron abordar el tema de nuevo con Saúl hasta hablar con un psicólogo que
les aconsejara cómo tratar el tema. José fingía no saber nada y Ronda se hacía
la tonta, como si aquella conversación nunca hubiera tenido lugar.
Dos
días después, ella recogía la sala de estar mientras José dormía la siesta en
su habitación, Inma jugaba en la de los niños y Saúl veía la televisión, como
siempre, mirando sin ver. Parecía que nada le importaba. Aquella misma tarde
tenían cita con la psicóloga que lo había tratado dos años atrás de aparente
psicosis. No se había concluido en nada y habían preferido dejar de gastar el
tiempo con aquellas terapias que parecían no servir para nada. Pero ahora la
cosa había cambiado y aquella mujer sabía más sobre Saúl que ningún otro
extraño al que pudieran recurrir buscando ayuda. Por la tarde irían ellos dos
solos, sin el niño, para recibir asesoramiento.
No
podía dejar de estar preocupada y nerviosa por la perspectiva de comenzar a
andar un camino que iba a ser difícil, y más aún junto a un niño como él.
Estaba
limpiando la mesita del salón cuando algo la paró en seco.
—Saúl,
cariño, baja los pies de la mesa que necesito pasar.
La
miró fijamente, desafiante. Ronda pensó que intentaba jugar de esa forma tan
ácida que a él le gustaba, ya que dos segundos antes de que ella intentara
pasar, sus pies se apoyaban en el suelo.
—Saúl,
por favor, no me hagas saltar o tener que dar la vuelta.
—Y
obligarme a bajarlas para poder pasar no es una opción, por lo que veo.
—Saúl…
por favor…
—¿No
es una opción que me obligues a bajarlas? Pobre niño patético. Pasa, mamá.
Su
tono era totalmente falto de emociones y eso precisamente era lo que más le
preocupaba a su madre. Que pudiera percibir todo aquello de sí mismo y de lo
que pensaba su familia de él, y le provocara tanta indiferencia. Era demasiado
fuerte para ella y muy pocas veces había sabido cómo tratar con él.
—No
eres patético, Saúl… deja de decirlo. Ni lo pienso, ni lo pensaré.
—Es
igual. ¿Acaso importa lo que tu pienses?
Tenía
la mirada perdida mientras hablaba. A Ronda le provocaba escalofríos demasiado
a menudo.
Saúl
se levantó y se fue a la habitación. Su madre se quedó abatida, pero prefirió
esperar para hablar con él.
—Hola
Sul —Inma aún no pronunciaba bien su nombre a pesar de no dejar de practicar.
—Hola,
¿qué haces?
—“Meriendar”
con mis muñecas… ¿quieres?
Le
tendió una taza de plástico rosa vacía, sujetándola con sumo cuidado, como si
en ella hubiera algún tipo de líquido que no debiera derramar bajo ningún
concepto, hasta que él aceptara la invitación.
—Bueno.
Cogió
la taza y se quedó sentado en el borde de la cama, detrás de ella, observándola
y preguntándose por qué para ella era tan natural y fácil divertirse con esas
cosas. Era una niña de verdad y resultaba lógico que aquello le gustara. Él
sólo era un farsante, una niña disfrazada de niño, pero de lo que sí estaba
seguro era que no quería, ni nunca había querido, fingir que invitaba a
merendar a sus muñecas.
Era
consciente de sus diferencias respecto a “lo normal” y no se sentía mal por
ello.
Aunque
no lo mostrara, muchas cosas le provocaban inquietud, pero ninguna le
preocupaba tanto como saber cómo sería sentir algo mínimamente intenso. Más que
necesitar saber, tenía una curiosidad que le estaba corroyendo por dentro. Para
él la vida no tenía nada que ofrecerle más que frustración, decepción y
demasiados grises, así que llevaba tiempo planeando hacer algo drástico, algo
que calara para dejar huella antes de dejarse ir.
De
nuevo su mirada se perdió mientras observaba a Inma. ¿Podría sentir algo con
ese cuerpo? Desde luego, a él no le ayudaba mucho estar encerrado en aquel
patético disfraz.
¿Sentiría
su hermana lo mismo?
—Inma,
¿te gusta cómo eres?
Ella
se giró y le miró con una gran sonrisa pintada en su redonda carita. Agitó
eufóricamente la cabeza de arriba abajo mientras se agarraba con los puños
cerrados el bajo de su faldita malva.
—Sissi…
mamá y papá dicen que soy preciosa… y que tú también, Sul.
—Pero,
¿te miras en el espejo y te ves guapa?
Inma
fue corriendo a ponerse frente al espejo de pie que había frente a su
escritorio. Se quedó muy quieta mirándose.
—Sí,
mucho, muy guapa —meneaba la cabeza para dar énfasis a su afirmación.
Saúl
se puso de pie detrás de ella y la observó durante un minuto sin decir nada.
Tenía la cara redonda y unos mofletes rosas que parecían robados a un dibujo
animado. Sus ojos verdes miraban siempre con mucha atención y a los lados de su
carita caían, casi siempre bastante desgarbados a pesar de lo mucho que
intentaba arreglarlos su madre, unos rizos rubios con un brillo maravilloso.
Así
habría querido ser él si hubiera sido niña, pero ya daba igual.
—¿Juegas
conmigo a las princesas, Inma?
—Sí,
sí, sí —estaba muy emocionada—. ¿Cómo jugamos? ¿Quieres ser tú la princesa?
Parecía
una cruel ironía, pero se trataba simplemente de una pregunta inocente.
—No,
tú serás la princesa. Túmbate en la cama. Estás dormida y yo soy el príncipe
que viene a salvarte.
—Vale.
Trepó
como pudo sobre la cama y se tumbó boca arriba haciéndose la dormida. Saúl se
acercó lentamente, y mientras se aproximaba, algo se le movió en el estómago.
Sonrió. Pensó que aún no había pasado nada y ya comenzaba a sentir algo
interesante.
—No
te muevas o pierdes, ¿eh, Inma? Tienes que estarte quieta y con los ojos
cerrados.
Ella
estaba encantada ante la perspectiva de estar jugando con su hermano. Era la
primera vez que lo hacía.
Él
apoyó las rodillas sobre la cama a ambos lados del cuerpecito de su hermana,
quedando a horcajadas sobre ella, pero sin tocarla siquiera. Inma seguía con su
charada, obediente. Saúl se inclinó sobre su hermana y cogió uno de los
almohadones que decoraban la cama. Miró aquel rostro sonrosada y precioso justo
antes de presionar sobre él con el cojín.
Cerró
los ojos y sintió algo de nuevo.
Al
principio ella ni se movió. Debía pensar que aquello formaba parte del juego y
no quería desobedecer. Segundos después estaba pataleando, pero Saúl dejó caer
su peso sobre ella impidiendo así cualquier queja. No habría pasado más de un
minuto cuando ella dejó de intentar escapar.
Ahora
sí que sentía de verdad.
Aunque
de una forma extraña…
…No
del todo bien, tampoco del todo mal. Ya no le gustaba tanto lo que había hecho,
la sensación había desaparecido demasiado deprisa. Retiró el cojín y miró a su
hermana pequeña. No se movía.
—Inma…
Inma…
La
sacudió con fuerza tomándola por aquellos pequeños y frágiles hombros.
—¡Inma!
Ronda
apareció en la habitación enseguida, preocupada por las voces.
—¿Qué
pasa, Saúl? ¿Por qué gritas? Tu padre está durmiendo. ¿Inma? —acababa de
reparar en ella—. ¿Qué hacéis?
Se
acercó a ellos lentamente. Saúl seguía de rodillas sobre su hermanita con el
cojín en su mano derecha.
—¿Inma…?
¡Inma! ¡Inma! Mi amor, dime algo.
Empujó
a Saúl para que se quitara de encima de ella y la colocó sobre su regazo. La
sacudió varias veces.
—¡Inma,
mamá no está jugando! Dime algo ¡Inma! Inma… por favor —dirigió una mirada de
horror a su hijo que se mantenía de pie frente a ellas observando la escena—.
¿Qué has hecho Saúl?
—Me
aburría, quería sentir algo.
Ronda
contuvo la respiración, cerró los ojos y cayó de rodillas al suelo. Retiró el
cuerpecito de su niña y apoyo las palmas de las manos sobre la cálida moqueta.
Iba a perder el conocimiento. Sentía nauseas y la cabeza le iba a estallar.
Alzó la mirada hacia su hijo y gritó desde el estómago.
—¡Nooo!
Comenzó
a ver borroso, la habitación daba vueltas y sólo permanecía fija la imagen
inmóvil y seria de Saúl, allí de pie frente a ellas, impávido.
Dejó
de oír, todo ocurría como a cámara lenta, aunque sí notaba el fuerte estruendo
que provocaba cada latido de su corazón como si estuviera dentro de su cabeza y
pugnara por salir a través de las sienes.
Observó
llena de pánico cómo entraba su marido en la habitación a toda prisa quedando
inmóvil al comprender la escena. Vio cómo tomaba a Saúl con brusquedad por los
hombros y comenzaba a zarandearlo. Ronda no podía oír, pero veía que le gritaba
algo repetidamente. Estaba fuera de sí. La falta de reacción por parte del niño,
debió empañarle aún más la razón a José, que le asió por el cuello y comenzó a estrangularlo.
—No,
no…—consiguió murmurar ella haciendo un gran esfuerzo.
Pero
José no la escuchaba y Saúl no intentaba zafarse.
Sacó
fuerzas de donde ya no existía nada y se abalanzó sobre su marido arrancando
sus manos del cuello de su hijo. Tomó de forma improvisada una banqueta de
madera que quedó junto a ella, y en la misma postura en la que Saúl le había
quitado momentos antes la vida a su hijita, Ronda asestó un golpe certero a la
cabeza de José, quedando al momento todo su contorno bañado en sangre.
Ella
sólo quería evitar que acabara con la vida de su hijo, y no midió su fuerza.
Tuvo
que hacerlo.
Dejó
la banqueta en el suelo, se levantó, se situó frente a Saúl que seguía allí, de
pie, observando sin decir ni hacer nada, y sin poder ni articular palabra, se
derrumbó sobre sus rodillas llenas de sangre. Cerró los ojos y se orinó encima.
Saúl
sintió asco.
Ronda
fue a la cárcel por doble homicidio, ya que no iba a consentir que su hijo
pagara por algo que había sucedido por culpa de ella. Había sido una mala madre
y no había sabido ayudarle. Tal y como era su hijo, en la cárcel no duraría
mucho.
Así
que Saúl se quedó con sus abuelos, y durante diez años no visitó a su madre, y a
lo largo de ese tiempo ella no supo nada de sus padres ni de su hijo, ya que la
habían repudiado por aquella atrocidad sin sospechar que el supuesto
damnificado, el pobre niño que estaban cuidando en su casa, era el verdadero
ejecutor de la hazaña.
Saúl
acudió a un famoso bufete de abogados,
“Ross&Cordelius”, para saber si podría sacar algo de todo aquello, ya
que “había afectado profundamente a su vida”, según sus propias palabras. Su
abogado, un joven prometedor sin escrúpulos, le sugirió que pusiera a su madre
una demanda por daños y perjuicios para que todas las propiedades familiares
pasaran a ser únicamente suyas.
No
hizo falta ningún juicio; Ronda firmó nada más ver al abogado con la
documentación.
El
día que Saúl cumplía veintiún años, Ronda estaba paseando por el patio sola,
como siempre, ida, sumida en sus pensamientos, cuando un alguacil se le acercó
para darle un aviso.
—Ronda,
acompáñame, tienes visita.
—¿Cómo?
¿Yo? No puede ser…
—Sí
puede ser, ha hablado conmigo y viene a verte a ti.
—¿Pero
quién?
El
alguacil sonrió encantado.
—Es
tu hija, Ronda, y es guapísima. No me habías dicho que tenías una hija.
Se
quedó paralizada. Aquello debía ser una malvada broma y no tenía gracia, desde
luego. El alguacil la tomó del brazo y tiró de ella.
—Vamos,
no te preocupes, todo irá bien.
Al
entrar en la sala de visitas, la vio.
Era
alta, con los ojos verdes y muy expresivos. Su cara, algo redonda y sonrosada,
estaba enmarcada por unos rizos desordenados de un rubio muy brillante. Llevaba
unos vaqueros y una camiseta de tirantes muy ajustada que dejaban ver un bello
cuerpo joven.
Intentó
tragar saliva pero no pudo.
—Inma…
La
joven se acercó y la abrazó. Ella permanecía inmóvil sin poder responder a
aquel abrazo. La muchacha, sin apartarse, le susurró al oído.
—Hubiera
estado bien, ¿eh? Tendrás que conformarte conmigo, mamá. Soy Sul.
—Saúl…
—Ya
no, nunca más. Ahora soy Sul. Creo que debería agradecerte todo esto, al fin y
al cabo es gracias a ti y a vuestro dinero… pero creo que de momento no lo
haré. Era tu obligación como madre, ¿no? Y nunca te quejaste, nunca me
obligaste a hacer nada que no quisiera hacer.
—Saúl…
hijo —se agarró a él con fuerza, como si necesitara retenerlo hasta entenderlo
todo, pero él se zafó enseguida de forma disimulada.
—Supongo
que volveré, mamá. Adiós.
Ronda
dejó de sentir.
MIKA LOBO
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