"Clarita McFly y su Odisea del Espacio" narra las aventuras y desventuras, en un futuro poco lejano, de la asistenta del Halcón Milenario. Clarita es una pluriempleada profesional, y en este fragmento está sustituyendo a su amiga Jovita, telefonista de ocupación y binguera de vocación. A nuestra prota le acaba de picar una araña en el laboratorio que limpia por las tardes y se siente muy extraña... pero esa ya es otra historia... Otra que nada tiene que ver con una maldición nipona.
(...)
Nada
más entrar en casa, tomó la determinación de atender su obligación para con su
amiga Jovita antes de ir a ningún sitio. Al fin y al cabo la picadura ya ni le
molestaba, y bien podía esperar un par de horas para que le viera el matasanos
que le había tocado en el seguro como médico de cabecera. Así que sacó de su
cajón el pinganillo con micrófono que le había traído su hijo de Nueva Andorra,
y se dispuso a comenzar con su jornada como telefonista.
—Futufónica, dígame… Le atiende María
Clara McFly.
—Oiga,
señorita, ya le he dicho a su compañero que necesito hablar con alguien
competente.
Clarita
se sentía muy extraña. De pronto se venía hacia ella el fondo de la sala, como
si alguien lo estuviera moviendo. Era todo tan nítido, tan claro e interesante.
Extendió la mano para tocarlo, pero tan sólo dio con el aire que flotaba a su
alrededor.
—¿Cómo…?
¿Pero quién ha hecho eso? —musitó impresionada.
—Oiga,
ni idea, uno con acento gallego, por si eso le da pistas, señorita.
—No,
no… perdone, caballero, no hablaba con usted. ¿Qué desea?
Clarita
seguía flotando, pero tenía que cumplir con su trabajo o le podía crear
problemas a la pobre Jovita.
—Que
he pedido que me pasen con alguien competente…
—¿Y
le han pasado conmigo?
—Oiga,
que no me ha dejado terminar. Lo mismo me ha hecho su compañero, y al final,
mire, perdiendo el tiempo.
—¿Pero
con quién quiere que le pase? —un pitido intenso, más de lo normal, le comunicó
que alguien esperaba a que lo atendieran por la otra línea—. Espere, caballero,
que tengo otra llamada, no cuelgue que enseguida vuelvo con usted.
—Ay,
qué leche.
—Futufónica, dígame… Le atiende María
Clara McFly.
—Siete
días…
La
voz desgarradora lo invadió todo. Cualquier ser humano habría encontrado aquel
tono chirriante e intensamente profundo como insoportable, pero Clarita era muy
sufridita.
—Una
semanita completa, ¿y? —Clarita se sentía culpable por hacer esperar al señor
de la otra llamada, que le había parecido realmente abatido.
—Siete
días —la voz grave, profunda, oxidada y repelente, le resultó de nuevo
espeluznantemente átona y falta de vida.
—¿Siete
días, qué, señora?
—¡Siete
días!
—Oiga,
tengo que dejarla, que un señor me necesita por la otra línea.
—¡¡¡No
sabe con quién está hablando!!! —el berrido atroz cortó el aire como una
afilada cuchilla.
—Pues
con una señora de… —observó la pantalla de su receptor para leer el prefijo de
la llamada— ¿Japón? Josús... pues sí que llama usted de lejos, oiga.
—¡No
soy una señora! —la voz, cada vez más áspera y angustiosa, parecía totalmente
indignada.
—Discúlpeme,
de verdad, es que… Ahora la atiendo, no me cuelgue —apretó un botoncito que
asomaba junto a su oreja—. ¡Oiga, caballero, ¿sigue ahí?!
—Qué
remedio, señorita.
—¿Pero
qué le pasa, hombre de Dios? ¿Puedo ayudarle?
—Es
que estoy muy triste… que todo me pasa a mí. Y tengo un run run últimamente de que algo terrible me va a suceder…
—No
se me venga abajo, señor…
—Porfirio.
—¡Qué
original… y qué alegre! Pero vamos a ver, Porfi, ¿qué puede ser tan malo para
que esté así de abatido? Y no conteste a la ligera, tómese su tiempo; medítelo que
enseguida vuelvo con usted.
Clarita
volvió a pulsar el botón.
—¡¿Me
ha dejado a la espera?! —la voz ya no era femenina, sino más bien un rugido de
ultratumba.
—Si
le oyera al pobre Porfirio… está fatal; ¿qué iba a hacer yo? No se me altere,
señora.
—Yo
no me altero, no tengo esa capacidad. Sólo debo entregar mi mensaje… ¡Siete
días!
—¿Y
mañana serán seis?
—¿Cómo?
—No,
digo que si es un mensaje estático o que si le dejo aquí nota a mi compañera
para que ella se arregle mañana… Es que Jovita, la que de verdad sabe de esto,
ha tenido que ausentarse, y yo la sustituyo, ¿sabe?
—¡Tiene
que saber que la muerte se cierne sobre el receptor de mi mensaje…! Él ha visto
el video y tiene que saber lo que le espera… ¡¡¡ En siete días, desolación,
muerte y destrucción!!!
—¡Madre
mía! Pero ¿qué le pasa a todo el mundo esta noche? Qué agoreros, de verdad. ¿Y
quién es el suertudo receptor?
—Pues
es que… está comunicando.
—Y
quiere que yo le deje el mensaje…
—¡¡¡Quien
reciba mi mensaje será el desafortunado que… !!!
—Sí,
en una semana, ya lo ha dicho: “siete días”. Oiga, oiga, le voy a tomar nota,
de verdad, pero ahora déjeme un instante con el de la otra línea… que me temo
lo peor.
Clarita
apretó de nuevo el botón sin darle opción a rechistar a la mujer histérica.
—¿Ya
puedo contarle?
—Perdone,
Porfirio, es que no sabe cómo está de indignada la señora de la otra línea.
—Al
menos siente algo… yo hace tiempo ya que creo que no voy a sentir nada nunca
más. Estoy tan sólo, tan triste… Y ahora esta sensación de que algo horroroso
va a pasarme…
—Usted
lo que necesita es salir a tomar el aire, conocer gente, relacionarse —Clarita
no comprendía cómo todas aquellas palabras tan sabias estaban brotando de entre
sus labios; se sentía renovada y poderosa—. ¿No lo ha pensado?
—Es
que llamo desde el “Corredor”.
—¿Qué
corredor?
—El
de la muerte, mujer.
—Ay,
chico, ahora comprendo.
—Y
me queda tan poco… En apenas treinta y siete horas, catapún.
La
mente de Clarita hervía de pura actividad; una extraña necesidad de hacer algo,
de ayudar, de solucionar el problema de Porfirio, se había apoderado de ella.
Respiraba con fuerza, intensamente, y se estaba mareando.
“¿Cómo
puedo?... Iré allí y lo rescataré… No, hombre… ¿y si lo merece?... Nadie merece
morir, Clarita… Anda que no… ¿Pero cuánta gente discute en mi cabeza?... Tengo
que ayudar al pobre hombre… Se le ve tan triste…”
—¡Ya
lo tengo! —Clarita se sentía más clarividente que nunca—. Espere, Porfirio, no
me cuelgue.
—Psá… sin otra cosa mejor que hacer…
Volvió
a presionar el botoncito.
—Oiga,
¿sigue ahí?
—Sí,
atónita contra todo pronóstico, pero sí.
—Pues
le paso.
—¡Ay,
por Dios qué alegría!… Digo… bien.
Retomó
la llamada del desafortunado reo.
—Porfirio,
esta señora tiene algo que decirle, y así matamos dos pájaros de un tiro, ¿eh?
Hala, un besillo para los dos.
Clarita
colgó rápidamente, satisfecha con su buen hacer.
La
cabeza le daba vueltas mientras saltaba de un sillón a otro como si tuviera de
nuevo doce años. Estaba tan contenta que ni se enteró cuando comenzó a
nublársele la visión.
—Ay,
que me voy.
Fueron
sus últimas palabras antes de estrellarse contra la mullida alfombra de la
sala-comedor-cocina.
(...)
MIKA