domingo, 18 de agosto de 2013

La Llamada...


"Clarita McFly y su Odisea del Espacio" narra las aventuras y desventuras, en un futuro poco lejano, de la asistenta del Halcón Milenario. Clarita es una pluriempleada profesional, y en este fragmento está sustituyendo a su amiga Jovita, telefonista de ocupación y binguera de vocación. A nuestra prota le acaba de picar una araña en el laboratorio que limpia por las tardes y se siente muy extraña... pero esa ya es otra historia... Otra que nada tiene que ver con una maldición nipona.
 
(...)
Nada más entrar en casa, tomó la determinación de atender su obligación para con su amiga Jovita antes de ir a ningún sitio. Al fin y al cabo la picadura ya ni le molestaba, y bien podía esperar un par de horas para que le viera el matasanos que le había tocado en el seguro como médico de cabecera. Así que sacó de su cajón el pinganillo con micrófono que le había traído su hijo de Nueva Andorra, y se dispuso a comenzar con su jornada como telefonista.
Futufónica, dígame… Le atiende María Clara McFly.

—Oiga, señorita, ya le he dicho a su compañero que necesito hablar con alguien competente.
Clarita se sentía muy extraña. De pronto se venía hacia ella el fondo de la sala, como si alguien lo estuviera moviendo. Era todo tan nítido, tan claro e interesante. Extendió la mano para tocarlo, pero tan sólo dio con el aire que flotaba a su alrededor.

—¿Cómo…? ¿Pero quién ha hecho eso? —musitó impresionada.
—Oiga, ni idea, uno con acento gallego, por si eso le da pistas, señorita.

—No, no… perdone, caballero, no hablaba con usted. ¿Qué desea?
Clarita seguía flotando, pero tenía que cumplir con su trabajo o le podía crear problemas a la pobre Jovita.

—Que he pedido que me pasen con alguien competente…
—¿Y le han pasado conmigo?

—Oiga, que no me ha dejado terminar. Lo mismo me ha hecho su compañero, y al final, mire, perdiendo el tiempo.
—¿Pero con quién quiere que le pase? —un pitido intenso, más de lo normal, le comunicó que alguien esperaba a que lo atendieran por la otra línea—. Espere, caballero, que tengo otra llamada, no cuelgue que enseguida vuelvo con usted.

—Ay, qué leche.
Futufónica, dígame… Le atiende María Clara McFly.

—Siete días…
La voz desgarradora lo invadió todo. Cualquier ser humano habría encontrado aquel tono chirriante e intensamente profundo como insoportable, pero Clarita era muy sufridita.

—Una semanita completa, ¿y? —Clarita se sentía culpable por hacer esperar al señor de la otra llamada, que le había parecido realmente abatido.
—Siete días —la voz grave, profunda, oxidada y repelente, le resultó de nuevo espeluznantemente átona y falta de vida.

—¿Siete días, qué, señora?
—¡Siete días!

—Oiga, tengo que dejarla, que un señor me necesita por la otra línea.
—¡¡¡No sabe con quién está hablando!!! —el berrido atroz cortó el aire como una afilada cuchilla.

—Pues con una señora de… —observó la pantalla de su receptor para leer el prefijo de la llamada— ¿Japón? Josús... pues sí que llama usted de lejos, oiga.
—¡No soy una señora! —la voz, cada vez más áspera y angustiosa, parecía totalmente indignada.

—Discúlpeme, de verdad, es que… Ahora la atiendo, no me cuelgue —apretó un botoncito que asomaba junto a su oreja—. ¡Oiga, caballero, ¿sigue ahí?!
—Qué remedio, señorita.

—¿Pero qué le pasa, hombre de Dios? ¿Puedo ayudarle?
—Es que estoy muy triste… que todo me pasa a mí. Y tengo un run run últimamente de que algo terrible me va a suceder…

—No se me venga abajo, señor…
—Porfirio.

—¡Qué original… y qué alegre! Pero vamos a ver, Porfi, ¿qué puede ser tan malo para que esté así de abatido? Y no conteste a la ligera, tómese su tiempo; medítelo que enseguida vuelvo con usted.
Clarita volvió a pulsar el botón.

—¡¿Me ha dejado a la espera?! —la voz ya no era femenina, sino más bien un rugido de ultratumba.
—Si le oyera al pobre Porfirio… está fatal; ¿qué iba a hacer yo? No se me altere, señora.

—Yo no me altero, no tengo esa capacidad. Sólo debo entregar mi mensaje… ¡Siete días!
—¿Y mañana serán seis?

—¿Cómo?
—No, digo que si es un mensaje estático o que si le dejo aquí nota a mi compañera para que ella se arregle mañana… Es que Jovita, la que de verdad sabe de esto, ha tenido que ausentarse, y yo la sustituyo, ¿sabe?

—¡Tiene que saber que la muerte se cierne sobre el receptor de mi mensaje…! Él ha visto el video y tiene que saber lo que le espera… ¡¡¡ En siete días, desolación, muerte y destrucción!!!
—¡Madre mía! Pero ¿qué le pasa a todo el mundo esta noche? Qué agoreros, de verdad. ¿Y quién es el suertudo receptor?

—Pues es que… está comunicando.
—Y quiere que yo le deje el mensaje…

—¡¡¡Quien reciba mi mensaje será el desafortunado que… !!!
—Sí, en una semana, ya lo ha dicho: “siete días”. Oiga, oiga, le voy a tomar nota, de verdad, pero ahora déjeme un instante con el de la otra línea… que me temo lo peor.

Clarita apretó de nuevo el botón sin darle opción a rechistar a la mujer histérica.
—¿Ya puedo contarle?

—Perdone, Porfirio, es que no sabe cómo está de indignada la señora de la otra línea.
—Al menos siente algo… yo hace tiempo ya que creo que no voy a sentir nada nunca más. Estoy tan sólo, tan triste… Y ahora esta sensación de que algo horroroso va a pasarme…
 
—Usted lo que necesita es salir a tomar el aire, conocer gente, relacionarse —Clarita no comprendía cómo todas aquellas palabras tan sabias estaban brotando de entre sus labios; se sentía renovada y poderosa—. ¿No lo ha pensado?

—Es que llamo desde el “Corredor”.
—¿Qué corredor?

—El de la muerte, mujer.
—Ay, chico, ahora comprendo.

—Y me queda tan poco… En apenas treinta y siete horas, catapún.
La mente de Clarita hervía de pura actividad; una extraña necesidad de hacer algo, de ayudar, de solucionar el problema de Porfirio, se había apoderado de ella. Respiraba con fuerza, intensamente, y se estaba mareando.

“¿Cómo puedo?... Iré allí y lo rescataré… No, hombre… ¿y si lo merece?... Nadie merece morir, Clarita… Anda que no… ¿Pero cuánta gente discute en mi cabeza?... Tengo que ayudar al pobre hombre… Se le ve tan triste…”
—¡Ya lo tengo! —Clarita se sentía más clarividente que nunca—. Espere, Porfirio, no me cuelgue.

Psá… sin otra cosa mejor que hacer…
Volvió a presionar el botoncito.

—Oiga, ¿sigue ahí?
—Sí, atónita contra todo pronóstico, pero sí.

—Pues le paso.
—¡Ay, por Dios qué alegría!… Digo… bien.

Retomó la llamada del desafortunado reo.
—Porfirio, esta señora tiene algo que decirle, y así matamos dos pájaros de un tiro, ¿eh? Hala, un besillo para los dos.

Clarita colgó rápidamente, satisfecha con su buen hacer.
La cabeza le daba vueltas mientras saltaba de un sillón a otro como si tuviera de nuevo doce años. Estaba tan contenta que ni se enteró cuando comenzó a nublársele la visión.

—Ay, que me voy.
Fueron sus últimas palabras antes de estrellarse contra la mullida alfombra de la sala-comedor-cocina.

(...)
 
 MIKA

martes, 6 de agosto de 2013

De los Apeninos a los Alpes, y de Marco, ni rastro...

¡Esto sí que ha sido un viaje y no el de Willy Fog!
Y cuánto hemos aprendido, ¿eh? De antropología (que los suizos están asilvestrados), de aerodinámica (que no todas las carreteras alemanas son el circuito de Le Mans y que la velocidad es inversamente proporcional al truño de coche que alquilas), de termodinámica (que a más calorías, menor resistencia a la fricción del “jodío” sol); pero ante todo, claro,  de gastronomía (que el pellejo de la salchicha alemana está duro de narices, vamos).
Llegada a  Venecia. Qué maravilla… Qué… qué… qué de agua, y de calor. La boca abierta todo el rato, y no sólo de admiración… ¡qué sofocos! Vaporetto para acá, caminata para allá…
¡Mira un palacio!
¡Anda, otro!
¿Y eso tan bonito qué será?
Pues otro, mujer.

Yo quiero ir en góndola; si toda esta gente con chanclas y calcetines se lo puede permitir, no será para tanto, ¿no?… Pues sí, cien eurazos la hora, así que optamos por el traghetto, una góndola algo más rústica, sin dorados ni terciopelos ni filigranas, pero una góndola al fin y al cabo, que te cruza bucólicamente el canal. ¡Pero qué aventura! Si lo llegamos a saber ni caminamos, hacemos todas las visitas en el traghetto, deleitándonos con esa deliciosa armonía entre el disfrute y el pánico por perder la vida. Oye, que te cruzan de un lado a otro del canal, no es más que eso, dos tíos remando de pie sobre una góndola discutiendo entre ellos y haciéndose unas risas mientras tú te ves en mitad de la corriente “marabúntica” de vaporettos, lanchas, trasatlánticos, y demás naves a motor. Todos vienen hacia ti, pero los gondoleros, ajenos a tu congoja, perdidos en sus cositas, ni se inmutan, y claro, a velocidad terminal no vas. Qué momentitos más agradables hemos pasado.

Nos ha encantado, pero hay que seguir, así que nos adentramos en Venecia City para retirar nuestro super coche de alquiler (he elegido por internet uno del grupo intermedio porque sé que vamos a hacer kilómetros entre montañas, y prefiero no jugármela). Pues chico, no sabía yo que el Fiat Panda se codeaba con el A3 y el Golf, pero por aquella zona deben ser poco clasistas. Así que después de montar una performance al de la oficina de Avis por tomarnos el pelo (las jaranas en distintos idiomas suelen ser de lo más constructivas), embutimos la maleta en el maletero/guantera de nuestro flamante utilitario dispuestos a comernos la carretera (que luego tuvimos suerte y no nos la comimos).
Aún así estamos re-felices, que Salzburgo nos espera. Nos perdemos, vamos por donde no es, pero qué leche, así vemos más cosas, ¿no es para eso viajar? Que en siete horas de nada habíamos cubierto los 324 km y estábamos en la puerta del hotel de Salzburgo ¡Y cómo es Austria! ¡Madre mía!… Y los austriacos, ¡cómo son los austriacos! Civilizados, agradables, altos, de ojos verdes con reflejos azules y melenas rubias y morenas tornasoladas; o así me han parecido a mí al menos. Pero si hasta dejé una propina en la catedral… yo… la que se derrite con el olor a incienso y entra en shock al cruzarse con un cura; pero cómo no, si te dejan sacar fotos de todo sin cobrarte. Tan limpio, y músicos por todas partes. Yo, al llegar al cementerio en el que se escondió la familia Von Trapp, huyendo de los nazis, también quise ponerme a cantar. Pero si tienen un McDonald’s en el que los camareros te recogen y limpian la mesa, que había unos americanos a nuestro lado al borde del patatús de la impresión, dando vueltas por todas partes bandeja en mano en busca de la basura.

¡Y cómo hacen la cremallera en la carretera! Oye, que se dejan pasar los unos a los otros, que se ceden el paso sin que nadie se lo mande, así, porque sí. Los niños esperan a que salgas de los museos, de las tiendas, para entrar ellos… ¡tócate las narices! Como aquí. Y así descubrimos que los suizos son unos incivilizados (por mucho que digan), que para dos “pirulas” que nos hicieron en la carretera, los dos con matrícula suiza.

Y como vamos bien de tiempo, que nos sobran diez minutos entre prueba y prueba de esta gincana bucólica, ahí que nos vamos en busca de unos lagos maravillosos que preceden a uno de los pueblos más bonitos de Europa: Hallstatt. ¡Qué lagos! De color turquesa intenso y rodeados de montañas y casitas pintorescas (menuda palabra más apañada, que lo mismo define una cabañita de madera el los Alpes, que a la Veneno). Yo haciendo fotos como una loca desde el asiento del copiloto, porque claro, no nos daba tiempo a parar, que nos hubiera salido más a cuenta instalar un “foto finish” en el parachoques del Pandita. Pero aún así, nunca podré olvidar aquel lugar, uno de los más especiales que he visto en mi vida.

La mañana siguiente nos esperaba München. Hay poca distancia, así que después de un desayuno increíble (por estos lares la comida es estupenda), nos adentramos en la famosa autovan, una de las carreteras más aclamadas del mundo. Y aquí, en este preciso momento, es cuando comprendo que los hombres no lloran, no, hasta que la vida les da un revés insoportable, claro. Y ahí está mi marido, en el carril derecho de la autovan, en postura aerodinámica, haciendo el vacío con su esfínter para darle ligereza al Pandita, aguantando casi la respiración, como locos, dándolo todo a 110 km por hora, mientras los Audis, los Volkswagen, los BMW, y hasta los vespinos, nos pasan por el carril izquierdo a 200 por hora arrancándonos las pegatinas. Cómo fingía mi hombre indiferencia, qué capacidad de frustración tan admirable. Creo que ahora lo respeto mucho más.

Y efectivamente, como cabía esperar, en lugar de ir refrescando según recorremos kilómetros hacia el norte, cada vez hace más calor, que hasta el pepinillo gigante que nos compramos en el Viktualienmarkt se nos derrite por el camino. München es una ciudad preciosa, sobre todo la Marienplantz y la zona del Hofbräuhaus (la cervecería más famosa de la zona, conocida por ser donde se reunía el partido nazi), pero claro, después de Austria con sus ciudades pequeñas y maravillosas, el listón quedaba muy alto. Además el pellejo de las salchichas está durísimo (seguro que lo inventó un suizo).

Decidimos descansar un poco porque al día siguiente nos espera mi queridísima amiga Elena en Trento. Aquello no fue siesta, sino un coma inducido, pero nos vino fenomenal para poder proseguir con nuestra gincana. Y como éramos pocos… se nos antojó ver el castillo de Neuschwanstein, aquel en el que se inspiró Walt Disney para el de la Bella Durmiente (el del logotipo Disney, vamos); nos desviaba unos 200 km de nuestro camino, pero frescos como lechugas y sabiendo que nos sobraban dieciséis minutos enteros si queríamos llegar a tiempo a nuestra cita con Elena en el Trentino italiano, ahí que nos fuimos, tan contentos. Y qué bonito, qué vistas, qué especial. Pasamos por una carretera de cabras, de un único carril y doble sentido, llena de tirabuzones, limitada a 100 por hora ¡Ja, estos bávaros son la pera!  Que si hacemos caso, nos matamos. Pero vamos, que el castillo espléndido… por fuera, claro, porque fue un “por mí y por todos mis compañeros” y salir escopetados.

Elena ya no estaba en Trento, sino en el lago de Garda, en Riva, donde íbamos a pasar nuestros últimos días de viaje antes de volver a Venecia. Nos llevaron a comer a un sitio muy típico, frente al lago, para poder descubrir por fin que en Italia hay algo más que pizzas, ensaladas y pasta. ¡Qué crucero nos pegamos por el lago al día siguiente! No dio tiempo a mucho, pero lo suficiente para comprobar una vez más que hay sitios muy distintos a lo que estamos acostumbrados, y tan sorprendentes que hasta a mí me cierran la boca (durante escasos instantes, ¿eh?, tampoco vamos a volvernos locos).

Y con la pena colgando y el corazón lleno de anécdotas y sentimientos hacia otros seres (sobre todo los suizos), volvimos a Venezia sabiendo que era nuestra última noche y que debíamos aprovecharla...

Y vaya si la aprovechamos, qué manera de dormir.
MIKA