jueves, 3 de mayo de 2012

Misión en México (Extracto de "El Privilegio del Rey Roto")


(...)

Yo confiaba plenamente en Paul. A lo largo de los años, el que había empezado siendo para mí el hierático e inaccesible señor Smichen, se había convertido en un hermano, en el mejor amigo que jamás hubiera podido tener. Cuidaba de mí y siempre se preocupaba; claro que a veces tenía que regañarme y castigarme, pero normalmente todo nos iba bien. Mi vida estaba a sus pies. El trabajo lo era todo para mí, y mis compañeros, mi familia. Así que haría lo que fuera por ellos y por las necesidades del jefe, fueran las que fueran.
Fui en busca de Paul. Él debía darme las instrucciones de mis próximos movimientos. La sala de servidores era su lugar preferido para meditar y supuse que lo encontraría allí. A mí aquella estancia no me gustaba tanto como a él; tan oscura pese a los cientos de leds de colores que no paraban de bailar por doquier, y el ambiente frío… no era un lugar agradable a mi modo de ver. Sin embargo Paul se aislaba y pensaba con mayor objetividad allí enclaustrado.

—¿Paul? ¿Puedo pasar?

—Allan… ¿ya te has despertado? ¿Cómo te encuentras?

—Bien, no te preocupes. Mucho mejor.

Avancé sigiloso. Me estremecí por la baja temperatura del lugar.

—Allan, estaba pensando… ¿estás seguro de que no pudo comprobar la inspectora dónde te había alcanzado con el disparo?

—Me giré antes de levantarme del suelo, después de ser abatido, y no pude verla, por tanto ella a mí tampoco, estoy casi seguro. Y no dejé sangre.

—Bueno, Allan, aunque tuvieran tu sangre tampoco iban a poder descubrir gran cosa.

—No, supongo que no…

—Lo que me preocupa es que busquen a alguien herido de la mano derecha ¿comprendes? Por mucho que te hayan escayolado, serían excesivas las sospechas.

—¿Quieres que me retire? A lo mejor puedes mandar a otro a realizar mi trabajo —muy a mi pesar, eso podía ser lo mejor por el bien de todos.

—Ni hablar, Allan, ya sabes que eres de mi plena confianza. Sólo quería conocer tu opinión, si es fácil o no que te identifique la inspectora.

Siempre me emocionaba comprobar la estima que me tenía. Era reconfortante.

Todo había comenzado en una misión en México. La hija de una amiga del jefe había sido secuestrada por una banda de delincuentes nacida de la alianza de otras bandas, ya de por sí bastante peligrosas. El jefe se había comprometido a salvarla “como fuera”, y ahí entrábamos nosotros, dispuestos a todo. Integrantes del cuerpo de policía y algunos mercenarios, ex agentes de distintas inteligencias, estaban asociados y colaboraban directamente con esta banda, que además se dedicaba a diversos negocios de explotación y distribución, y eran proveedores, casualmente, de la empresa de la madre de la muchacha secuestrada, la amiga del jefe.

Teníamos órdenes estrictas. Debíamos actuar al margen de cualquier legalidad y sin levantar sospechas. Tras cinco días en México DF, indagando y echando mano a todos nuestros contactos, descubrimos que era muy posible que la niña se encontrase en una finca a las afueras de Tepetlixpa, no muy lejos de México DF. Así que Paul y yo, después de informar debidamente al jefe, nos dirigimos allí armados hasta los dientes.

Estuvimos dos días apostados en un alto cercano a la finca, estudiando los movimientos, las idas y venidas, la posible vigilancia… pero nada. Allí sólo se veían mujeres trajinando, y de vez en cuando, algún niño correteando tras un balón.

Paul estaba por encima de mí; llevaba más tiempo en la empresa y dirigía la misión; no le gustaba que opinasen sobre su forma de llevar las cosas, así que yo me limitaba a seguir órdenes. Decidió que íbamos a entrar aquella noche y yo simplemente asentí mientras preparaba todo el utillaje que íbamos a necesitar para el asedio.

Entramos allí con la preocupación del que siente que algo no cuadra. Un secuestro importante, de mucho dinero, ¿y nada de vigilancia? Pero nuestras sensaciones no eran importantes en aquel momento. Había una misión que cumplir y ninguna excusa posible ante el fracaso.

En la finca reinaba el silencio más absoluto, y fuimos comprobando todas las estancias, inspeccionándolo todo, sumergidos en el mayor de los silencios. De pronto dimos con la habitación adecuada; unos diez niños dormían apaciblemente sobre unos camastros aparentemente improvisados, rodeando, como si la vigilasen, una cama más grande con nuestro objetivo atado de pies y manos a sus cuatro esquinas. Paul retrocedió con sigilo y me hizo una señal para que saliera de la habitación con él. Una vez fuera, me comunicó con señas que entraría él e intentaría sacar a la niña sin despertar a sus guardianes. Y así lo hicimos. Sabíamos que de despertarse alguno, daría la voz de alarma y alguien vendría a por nosotros, pero no imaginábamos que aquellos niños cumplían en sí mismos la función de vigilancia y estaban armados y desprovistos de conciencia.

(...)

MIKA


La visiten de Matrusken (extracto de "Matruska la pelandruska")


En esta parte de la novela, Matruska está recordando su cruel adolescencia. Ha pasado el verano en Estepona y allí se ha enamorado de un “dios nórdico”, Norbert Schwimmbäder, al cual persigue hasta Berlín. Él no se esperaba verla tirada junto a la puerta de su casa, y decide esconderla en su desván antes de que sus padres descubran tremendo desatino.
(...)

—Tú te vas a quedarrrr aquí, ¿ya?

Ya.

—Y no harrás rrruido, ¿ya?

Ya… —echó una ojeada a su alrededor—. ¿Aquí, Norbi?

Ya. Si te ven mis padrrres me matan.

—¿Pero por qué, Dios? ¿Por qué todos quieren acabar con nuestro amor? ¿Por qué el mundo es tan injusto? ¿Acaso merecemos tanta penuria, tanto dolor… tanto sufrimiento?

Ya… estooo, nein, clarrro que nein. Ya se me ocurrirrrá algo.

—¿Pero vendrás a estar conmigo?

Norbert salía por la puerta a toda prisa mientras Matruska extendía sus brazos hacia él.

Ya, ya

La muchacha, aún emocionada por el emotivo encuentro, se sentó sobre unos cojines que descansaban en el suelo, bajo un pequeño ventanal por el que se colaba la escasa claridad del día. Observó a su alrededor.

—Qué ilusión le ha hecho… ¡Hay que ver lo que nos amamos!… y qué de agua con gas, con lo mala que está…

Por lo visto utilizaban aquella estancia como almacén, porque había un montón de tambores de algo parecido al detergente español, botellas de agua y lejías.

—Qué hambre tengo —susurró.

Suspiró imaginando cómo en cuanto anocheciera, Norbert subiría a encontrarse con ella, trayendo consigo los restos de la suculenta cena que habría preparado su futura suegra. Atusó los cojines a modo de colchón y se tumbó para poder descansar un poco. Estaba emocionada, pero necesitaba echarse un rato, sólo hasta que su amado la despertase con un beso en la frente.

Enseguida se durmió profundamente.

Varios días después, sus padres, ajenos a las vicisitudes de la criatura, disfrutaban de un plato de marmitako frente a la televisión. Era la hora de las noticias y a Pedro le encantaba verlas sentado a la mesa. Normalmente Matruska no paraba de parlotear y no le dejaba enterarse de nada, pero su hija estaba de ejercicios espirituales y ahora eran los que buscaban sosiego y tranquilidad en la meditación los que debían armarse para esa guerra. Pedro se sintió más etéreo que nunca.

—Siempre malas noticias... ¿no podrían decir cosas buenas alguna vez?

—Chssss, son las noticias mujer, ¿qué quieres? Para anunciar los sanfermines ya está la portada del ABC.

—Ya, pero es tan triste…

—Mira, ya empiezan con las noticias internacionales. A ver si a los extranjeros les pasan cosas mejores.

Una muchacha joven pintada como una mona y disfrazada de Vicky Larraz, leía la información directamente de unas octavillas que sostenía entre sus manos. Puri pensó que debía resultarle imposible concentrarse a la pobre mujer con tanta laca en el tupé. En la parte superior derecha de la pantalla se mostraba un recuadro en el que se iban sucediendo imágenes relacionadas con la noticia en cuestión, pero las hombreras desmesuradas de la presentadora no dejaban lugar nada más que a la imaginación.

          —Y vamos con lo que está pasando fuera de nuestras fronteras…

 La ataviada muchacha podría haber dormido a cualquier insomne con la carencia nasal de su voz.

         —Una adolescente española pasa ocho días encerrada en la buhardilla de un piso en Berlín, sin más alimento que sus propios enseres. La muchacha, que no ha querido desvelar su identidad, ha sobrevivido gracias a que eligió como escondite el lugar donde los vecinos guardan asiduamente sus botellas de agua y demás refrescos. La joven, que víctima de un feroz apetito finalmente tuvo que comerse sus alpargatas de diseño, confesó a la prensa que “no podía salir antes con el pelo así de sucio". Según fuentes extraoficiales, la joven esperaba a su novio que era vecino del edificio, y que se encontraba, desde hacía siete días, de liguilla de fútbol por Bayern…

—Anda Puri, prepárame una maleta que voy a por la cría.

—Si Pedro, enseguida —la mujer, resignada, se adentró en su habitación.

—¡Y mete unas zapatillas para ella!... ¡Que se ha jamado las que llevaba!
Cuando Matruska vio a su padre a lo lejos en el aeropuerto de Berlin, se lanzo a sus brazos llorando y gritando:
—¡Papi... creía que me quería y no me quiere!

—Ya lo sé mi amor, ya lo sé —la abrazó sin poder evitar contagiarse de su llanto desconsolado.

(...)

MIKA


La muerte de un narciso (extracto novela "La Ley del Dios Ciego")


(...)

Es que me moría por matarlo. Tenía el punzón bajo la palanca del freno de mano y lo estaba rozando con las yemas de mis dedos.

—Bueno, supongo que no muchas se rajarían el cuello por ti… ¿o sí?

Noté cómo contenía la respiración mientras volvía la cara hacia mí con gesto de asco.

Iba a decirme algo y yo no quería oírlo, así que agarré con firmeza el pincho y lo dirigí con toda mi fuerza a su pecho; un solo golpe, fuerte, firme.

Y ya no pudo replicar.

Me quedé muy quieta, con el brazo extendido hacia su torso, el puño agarrotado alrededor del mango del buril, y el pincho profundamente incrustado en su corazón. Tenía gracia que se pudiera matar de tal manera a alguien que siempre había hecho gala de carecer de dicho órgano vital.

Con un tirón seco saqué el punzón de su negra prisión, y con un pañuelo de papel limpié la sangre para luego quemarlo en el cenicero. Devolví la herramienta a su lugar, bajo mi asiento.

Observé a Adolfo durante un momento. Era tan guapo.

Sus ojos abiertos denotaban sorpresa, pero por lo demás la ausencia de vida no le había robado la belleza, de momento. A este no lo enterrarían así de bien. Eso hubiera querido él.

Miré desde la protección del interior de mi coche hacia todos los lados para comprobar que no había nadie merodeando. Llevaba meses vigilándolo, y estaba muy solo, siempre. Por las mañanas, iba una chica a limpiarle la casa mientras él trabajaba. Aún así toda precaución era buena para evitar disgustos.

Salí al exterior y abrí la puerta del copiloto. Me puse unos guantes de látex y tiré de sus pies para arrancarlo de su asiento y poder arrastrarlo hasta la piscina. Sufrió bastantes golpes en la cabeza durante la bajada, pero después de unos cuantos eufóricos tirones, tenía su cuerpo echado de espaldas sobre la gravilla del camino. Me había dejado una manchita de sangre en la chapa del coche y fui rápido a limpiarla con otro pañuelo de papel; no debía escapárseme nada. Decidí guardarme el pañuelo para quemarlo luego junto a los guantes. Desnudé su cuerpo sin vida cuidadosamente, tirando la ropa al contenedor que había a dos metros de mí.

Me dispuse a arrastrarlo de nuevo, pero primero le empujé por el costado para hacerle girar sobre sí mismo, quedando así boca abajo. De ese modo perdería no sólo su vida, sino también lo que más apreciaba, su belleza.

Tiré de él con todas mis fuerzas llevándolo hasta el borde de la piscina. Al llegar a nuestro destino volví la cabeza para asegurarme de que no había perdido nada por el camino, y descubrí que había dejado un rastro de sangre que me recordó, de una forma no carente de ironía, a aquel reguero de sangre sobre la moqueta de la habitación de Gina la mañana que la encontré sin vida.

Iba a dejarlo allí, tumbado en el bordillo boca abajo, asomado buscando su reflejo en el agua, pero no pude, tuve que darle la vuelta para observar por última vez mi obra y asegurarme de que el cabrón entraba en el otro mundo sin su preciado encanto. Apoyé el tacón sobre su costado y empujé con fuerza para que quedara boca arriba; pesaba demasiado, así que tuve que usar las manos. Efectivamente había perdido su belleza: la nariz estaba desgarrada, los ojos, llenos de sangre, ya no transmitían nada, y algo blancuzco asomaba bajo su pómulo izquierdo; la mejilla supuse.

No quedaba hermosura alguna en su rostro.

(...)

MIKA