(...)
Yo confiaba plenamente en Paul. A lo
largo de los años, el que había empezado siendo para mí el hierático e
inaccesible señor Smichen, se había convertido en un hermano, en el mejor amigo
que jamás hubiera podido tener. Cuidaba de mí y siempre se preocupaba; claro
que a veces tenía que regañarme y castigarme, pero normalmente todo nos iba
bien. Mi vida estaba a sus pies. El trabajo lo era todo para mí, y mis
compañeros, mi familia. Así que haría lo que fuera por ellos y por las
necesidades del jefe, fueran las que fueran.
Fui en busca de Paul. Él debía darme
las instrucciones de mis próximos movimientos. La sala de servidores era su
lugar preferido para meditar y supuse que lo encontraría allí. A mí aquella
estancia no me gustaba tanto como a él; tan oscura pese a los cientos de leds
de colores que no paraban de bailar por doquier, y el ambiente frío… no era un
lugar agradable a mi modo de ver. Sin embargo Paul se aislaba y pensaba con
mayor objetividad allí enclaustrado.
—¿Paul? ¿Puedo pasar?
—Allan… ¿ya te has despertado? ¿Cómo
te encuentras?
—Bien, no te preocupes. Mucho mejor.
Avancé sigiloso. Me estremecí por la
baja temperatura del lugar.
—Allan, estaba pensando… ¿estás
seguro de que no pudo comprobar la inspectora dónde te había alcanzado con el
disparo?
—Me giré antes de levantarme del
suelo, después de ser abatido, y no pude verla, por tanto ella a mí tampoco,
estoy casi seguro. Y no dejé sangre.
—Bueno, Allan, aunque tuvieran tu sangre
tampoco iban a poder descubrir gran cosa.
—No, supongo que no…
—Lo que me preocupa es que busquen a
alguien herido de la mano derecha ¿comprendes? Por mucho que te hayan
escayolado, serían excesivas las sospechas.
—¿Quieres que me retire? A lo mejor
puedes mandar a otro a realizar mi trabajo —muy a mi pesar, eso podía ser lo
mejor por el bien de todos.
—Ni hablar, Allan, ya sabes que eres
de mi plena confianza. Sólo quería conocer tu opinión, si es fácil o no que te
identifique la inspectora.
Siempre me emocionaba comprobar la
estima que me tenía. Era reconfortante.
Todo había comenzado en una misión en
México. La hija de una amiga del jefe había sido secuestrada por una banda de
delincuentes nacida de la alianza de otras bandas, ya de por sí bastante
peligrosas. El jefe se había comprometido a salvarla “como fuera”, y ahí
entrábamos nosotros, dispuestos a todo. Integrantes del cuerpo de policía y
algunos mercenarios, ex agentes de distintas inteligencias, estaban asociados y
colaboraban directamente con esta banda, que además se dedicaba a diversos negocios
de explotación y distribución, y eran proveedores, casualmente, de la empresa
de la madre de la muchacha secuestrada, la amiga del jefe.
Teníamos órdenes estrictas. Debíamos
actuar al margen de cualquier legalidad y sin levantar sospechas. Tras cinco
días en México DF, indagando y echando mano a todos nuestros contactos,
descubrimos que era muy posible que la niña se encontrase en una finca a las
afueras de Tepetlixpa, no muy lejos de México DF. Así que Paul y yo, después de
informar debidamente al jefe, nos dirigimos allí armados hasta los dientes.
Estuvimos dos días apostados en un
alto cercano a la finca, estudiando los movimientos, las idas y venidas, la
posible vigilancia… pero nada. Allí sólo se veían mujeres trajinando, y de vez
en cuando, algún niño correteando tras un balón.
Paul estaba por encima de mí; llevaba
más tiempo en la empresa y dirigía la misión; no le gustaba que opinasen sobre
su forma de llevar las cosas, así que yo me limitaba a seguir órdenes. Decidió
que íbamos a entrar aquella noche y yo simplemente asentí mientras preparaba
todo el utillaje que íbamos a necesitar para el asedio.
Entramos allí con la preocupación del
que siente que algo no cuadra. Un secuestro importante, de mucho dinero, ¿y
nada de vigilancia? Pero nuestras sensaciones no eran importantes en aquel
momento. Había una misión que cumplir y ninguna excusa posible ante el fracaso.
En la finca reinaba el silencio más absoluto, y fuimos comprobando todas las estancias, inspeccionándolo todo, sumergidos en el mayor de los silencios. De pronto dimos con la habitación adecuada; unos diez niños dormían apaciblemente sobre unos camastros aparentemente improvisados, rodeando, como si la vigilasen, una cama más grande con nuestro objetivo atado de pies y manos a sus cuatro esquinas. Paul retrocedió con sigilo y me hizo una señal para que saliera de la habitación con él. Una vez fuera, me comunicó con señas que entraría él e intentaría sacar a la niña sin despertar a sus guardianes. Y así lo hicimos. Sabíamos que de despertarse alguno, daría la voz de alarma y alguien vendría a por nosotros, pero no imaginábamos que aquellos niños cumplían en sí mismos la función de vigilancia y estaban armados y desprovistos de conciencia.
En la finca reinaba el silencio más absoluto, y fuimos comprobando todas las estancias, inspeccionándolo todo, sumergidos en el mayor de los silencios. De pronto dimos con la habitación adecuada; unos diez niños dormían apaciblemente sobre unos camastros aparentemente improvisados, rodeando, como si la vigilasen, una cama más grande con nuestro objetivo atado de pies y manos a sus cuatro esquinas. Paul retrocedió con sigilo y me hizo una señal para que saliera de la habitación con él. Una vez fuera, me comunicó con señas que entraría él e intentaría sacar a la niña sin despertar a sus guardianes. Y así lo hicimos. Sabíamos que de despertarse alguno, daría la voz de alarma y alguien vendría a por nosotros, pero no imaginábamos que aquellos niños cumplían en sí mismos la función de vigilancia y estaban armados y desprovistos de conciencia.
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MIKA