(...)
Es que me moría por matarlo. Tenía el punzón bajo la palanca del freno de mano y lo estaba rozando con las yemas de mis dedos.
—Bueno, supongo que no muchas se rajarían el cuello por ti… ¿o sí?
Noté cómo contenía la respiración mientras volvía la cara hacia mí con gesto de asco.
Iba a decirme algo y yo no quería oírlo, así que agarré con firmeza el pincho y lo dirigí con toda mi fuerza a su pecho; un solo golpe, fuerte, firme.
Y ya no pudo replicar.
Me quedé muy quieta, con el brazo extendido hacia su torso, el puño agarrotado alrededor del mango del buril, y el pincho profundamente incrustado en su corazón. Tenía gracia que se pudiera matar de tal manera a alguien que siempre había hecho gala de carecer de dicho órgano vital.
Con un tirón seco saqué el punzón de su negra prisión, y con un pañuelo de papel limpié la sangre para luego quemarlo en el cenicero. Devolví la herramienta a su lugar, bajo mi asiento.
Observé a Adolfo durante un momento. Era tan guapo.
Sus ojos abiertos denotaban sorpresa, pero por lo demás la ausencia de vida no le había robado la belleza, de momento. A este no lo enterrarían así de bien. Eso hubiera querido él.
Miré desde la protección del interior de mi coche hacia todos los lados para comprobar que no había nadie merodeando. Llevaba meses vigilándolo, y estaba muy solo, siempre. Por las mañanas, iba una chica a limpiarle la casa mientras él trabajaba. Aún así toda precaución era buena para evitar disgustos.
Salí al exterior y abrí la puerta del copiloto. Me puse unos guantes de látex y tiré de sus pies para arrancarlo de su asiento y poder arrastrarlo hasta la piscina. Sufrió bastantes golpes en la cabeza durante la bajada, pero después de unos cuantos eufóricos tirones, tenía su cuerpo echado de espaldas sobre la gravilla del camino. Me había dejado una manchita de sangre en la chapa del coche y fui rápido a limpiarla con otro pañuelo de papel; no debía escapárseme nada. Decidí guardarme el pañuelo para quemarlo luego junto a los guantes. Desnudé su cuerpo sin vida cuidadosamente, tirando la ropa al contenedor que había a dos metros de mí.
Me dispuse a arrastrarlo de nuevo, pero primero le empujé por el costado para hacerle girar sobre sí mismo, quedando así boca abajo. De ese modo perdería no sólo su vida, sino también lo que más apreciaba, su belleza.
Tiré de él con todas mis fuerzas llevándolo hasta el borde de la piscina. Al llegar a nuestro destino volví la cabeza para asegurarme de que no había perdido nada por el camino, y descubrí que había dejado un rastro de sangre que me recordó, de una forma no carente de ironía, a aquel reguero de sangre sobre la moqueta de la habitación de Gina la mañana que la encontré sin vida.
Iba a dejarlo allí, tumbado en el bordillo boca abajo, asomado buscando su reflejo en el agua, pero no pude, tuve que darle la vuelta para observar por última vez mi obra y asegurarme de que el cabrón entraba en el otro mundo sin su preciado encanto. Apoyé el tacón sobre su costado y empujé con fuerza para que quedara boca arriba; pesaba demasiado, así que tuve que usar las manos. Efectivamente había perdido su belleza: la nariz estaba desgarrada, los ojos, llenos de sangre, ya no transmitían nada, y algo blancuzco asomaba bajo su pómulo izquierdo; la mejilla supuse.
No quedaba hermosura alguna en su rostro.
(...)
MIKA
Bueno, ya sabes que este asesinato es especial para mi... y me encanta como quedó, ya lo sabes.
ResponderEliminarJajaja... como que tu mente calenturienta me guió. Es estupendo contar con vuestra ayuda :)
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