La primera novela
que escribí, mi primogénita de la trilogía KRATOS, "La Ley del Dios
Ciego", me ha traído muchos momentos maravillosos y especiales. Qué gusto
dejarse la piel delante del ordenador vengándose de la compañera de trabajo que
hoy te ha hecho la vida imposible, o del ex novio que no se portó bien...
¡Todos asesinados en el libro! Volcar las vivencias, los pensamientos íntimos,
las inquietudes, construir vidas mezclando ficción y realidad... Ser una cotilla omnipotente y omnipresente es estupendo. Pero a veces la musa se ha ido de pingo y no hay forma de escribir nada
decente.
Así nació “El Canto”,
un cuento que nada tenía que ver con el resto de historias que rondaban mi
cabeza en aquel momento, un paréntesis algo fantasioso y quizá demasiado ñoño, pero
le tengo cariñito. Os dejo los primeros
párrafos.
*(Y si os apetece leer el cuento entero, lo dejo en la pestaña "El Canto")
(…)
Y Daniel dejó
de sentir.
Primero las yemas de los dedos, extendiéndose tal insensibilidad a lo largo de sus extremidades, durante lo que serían, irónicamente, los segundos más largos de su vida. La muerte era placentera, silenciosa, ajena al disgusto de los que observaran en tercera persona. En el caso de Daniel, nadie. Elena, el amor de su vida, se había ido muchos años atrás.
Carente de sensaciones y desprovisto del equipaje que siempre había sido un lastre, lo que debía ser su alma inició una lenta huida a través de los poros de su piel, y con esta forma incorpórea supo que se alejaba de todo lo conocido.
Muchos años atrás había dejado de soñar con el mar, incluso de amarlo, y sin embargo ahora se veía a sí mismo entre sus aguas tranquilas, mecido por suaves olas, arrastrado por alguna corriente sin rumbo aparente.
Y
al sentir de nuevo se encontró varado en una orilla de aguas de brillo intenso
y un profundo color turquesa. Era la playa más maravillosa que jamás hubiera
conocido, y había conocido muchas.
Se incorporó con una agilidad y una suavidad que ya no recordaba, y decidió dar un paseo por el interior de aquella especie de atolón surrealista en el que había atracado su alma, un alma al parecer joven de nuevo.
Un exuberante jardín se iba extendiendo a sus pies según avanzaba. Gerberas a la derecha, margaritas a la izquierda y jazmines fragantes trepando por columnas imaginarias hasta donde la vista podía alcanzar. Una placita adoquinada a la antigua, limitada por bancos de teca y hierro forjado laboriosamente labrado, se apareció ante él, de la nada. Parecía estar en uno de sus sueños más preciados, uno de esos en los que el caprichoso subconsciente le permitía disfrutar de todas las cosas bonitas y sencillas que siempre había adorado… menos de una: jamás logró soñar con Elena.
Daniel se sentó en uno de los bancos, no porque lo necesitara, ya que se sentía más fuerte y ligero que nunca, sino para poder observar tranquilamente todo lo que le rodeaba, asumir aquella sorprendente y nueva realidad en la que todo parecía diseñado a su medida. Unos árboles colmados de frutas y de flores, comenzaron a brotar alrededor de la plaza aislándola de todo lo demás, creando una intimidad que también había añorado en demasiadas ocasiones.
Y entonces la vio.
Tan lejos, tan cerca a la vez.
Su pelo castaño brillante flotando como si alguna corriente caprichosa la acompañase; sus ojos verdes, grandes, dolorosamente profundos; sus formas adecuadas, perfectas para él; sus mejillas de continuo ruborizadas. A Daniel le latía tan fuerte el corazón que no podía escuchar ni sus propios pensamientos. De sus ojos comenzaron a brotar lágrimas que se deslizaron raudas por las mejillas para salar las comisuras de su boca. Sonreía con desesperación, paralizado por la felicidad, incapaz de reaccionar.
Elena.
La amaba tanto que todo recuperaba su razón de ser.
Se incorporó con una agilidad y una suavidad que ya no recordaba, y decidió dar un paseo por el interior de aquella especie de atolón surrealista en el que había atracado su alma, un alma al parecer joven de nuevo.
Un exuberante jardín se iba extendiendo a sus pies según avanzaba. Gerberas a la derecha, margaritas a la izquierda y jazmines fragantes trepando por columnas imaginarias hasta donde la vista podía alcanzar. Una placita adoquinada a la antigua, limitada por bancos de teca y hierro forjado laboriosamente labrado, se apareció ante él, de la nada. Parecía estar en uno de sus sueños más preciados, uno de esos en los que el caprichoso subconsciente le permitía disfrutar de todas las cosas bonitas y sencillas que siempre había adorado… menos de una: jamás logró soñar con Elena.
Daniel se sentó en uno de los bancos, no porque lo necesitara, ya que se sentía más fuerte y ligero que nunca, sino para poder observar tranquilamente todo lo que le rodeaba, asumir aquella sorprendente y nueva realidad en la que todo parecía diseñado a su medida. Unos árboles colmados de frutas y de flores, comenzaron a brotar alrededor de la plaza aislándola de todo lo demás, creando una intimidad que también había añorado en demasiadas ocasiones.
Y entonces la vio.
Tan lejos, tan cerca a la vez.
Su pelo castaño brillante flotando como si alguna corriente caprichosa la acompañase; sus ojos verdes, grandes, dolorosamente profundos; sus formas adecuadas, perfectas para él; sus mejillas de continuo ruborizadas. A Daniel le latía tan fuerte el corazón que no podía escuchar ni sus propios pensamientos. De sus ojos comenzaron a brotar lágrimas que se deslizaron raudas por las mejillas para salar las comisuras de su boca. Sonreía con desesperación, paralizado por la felicidad, incapaz de reaccionar.
Elena.
La amaba tanto que todo recuperaba su razón de ser.
(...)
MIKA
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