No penséis mal de mí, pero una vez superados los primeros relatos, he de reconocer que esto de escribir atrocidades relaja un montón. El mundo de la inspectora Lur Duarte está lleno de dolor y confusión, y desde luego en esta segunda novela de la trilogía KRATOS, "El Privilegio del Rey Roto", las cosas no son mucho más apacibles. Dejé mis entrañas en este personaje, que por desgracia llevaba mucho de mi "yo" anoréxico.
(...)
Carmen
Duró provenía de un familia rota.
Los
titulares de los periódicos, en la sección de sucesos, se habían hecho eco de
su infancia sin saltarse ni uno de los escabrosos detalles que habían
trastocado su existencia.
El
padre de Carmen era famoso. Incluso le habían otorgado un apodo muy televisivo:
el Depravado.
Carmen lo adoraba; sobre todo desde el fallecimiento de su madre, cuando ella
contaba tan sólo con cinco años de edad. Vivían aislados en un gran caserón a las
afueras de Círmene Fall, y su existencia era muy tranquila.
Él
se dedicaba por las mañanas a atender una pequeña pescadería que tenían en el
pueblo, y por las tardes se encerraba en su estudio para pensar. Y es que
estaba lleno de ideas, tenía alma de inventor, pero el azar nunca se había
portado bien con él. Carmen jamás le molestaba; sabía que no debía contrariar a
su padre.
Y no
es que le tuviera miedo, eso hubiera sido imposible. Antón Duró era un hombre
sensible y delicado, cariñoso y abnegado. Jamás hubiera dañado a nadie. O al menos
eso pensaba todo el que lo conocía. Aun así, Carmen sabía que no debía
importunarlo o se decepcionaría con ella. Así que cada tarde se encerraba
durante horas hasta que, atraído por el olor de esos maravillosos sandwiches que ya desde muy pequeña preparaba
Carmen para cenar, se veía obligado a salir y abandonar por unas horas a su
gran amor.
Un
extraño día la policía entró en su casa y se coló directamente en el estudio de
Antón, sin decir nada, sin preguntar nada. Carmen fue arrollada por un batallón
de agentes armados y preparados para disparar. Gritaban mucho y parecían
nerviosos, así que la niña se escondió bajo una mesita desde la cual podría observarlo
todo sin sufrir daño alguno. Estaba asustada, pero sobre todo preocupada por lo triste que se pondría su padre al ver que habían invadido su espacio
especial.
A
través de la puerta abierta se podían ver cosas. Rápidamente se tapó los ojos;
no quería decepcionar a papá, pero la curiosidad pudo con ella y poco a poco
fue retirando sus delgadas y pequeñas manos de delante de su cara. Al principio
no comprendía lo poco que podía atisbar a través de los uniformados policías
que no paraban quietos, pero enseguida consiguió centrar la mirada en algo que
colgaba de una pared. Carmen observaba fijamente pero no lograba descifrar lo
que estaba viendo.
¿Era
una mujer?
¿Pero
por qué estaría colgada así en la pared?
Carmen
volvió a taparse los ojos. Aquella señora estaba desnuda y ella no debía ver
aquello.
De
pronto alguien tiró de ella bruscamente tomándola por la hombrera de su
vestido. Ella no se resistió, pero tampoco se destapó los ojos. Una voz
masculina y estridente le gritaba cosas terribles. Estaba enfadado con ella,
pero no era papá. Él jamás la hubiera hecho daño.
—¡Abre
los ojos, niña del infierno! ¡Mira lo que ha hecho tu adorado padre!
Despacito
y preocupada por las consecuencias, Carmen fue retirando de nuevo la manita de
su cara. Aquel hombre malo la zarandeaba sin parar, y no iba a dejar de gritar
si ella no obedecía. ¿Qué podía haber hecho su padre para enfadar tanto a aquel
policía?
—¡Que
mires de una vez!
Abrió
los ojos, aunque no conseguía enfocar lo que tenía delante; había ejercido
demasiada presión sobre ellos y todo estaba borroso. Pero entonces, sin remedio, sin poder
atrasarlo más, por mucho que luego lo hubiera deseado, vio lo que había allí
dentro, lo que su padre se había esmerado tanto en mantener a buen recaudo.
Cuerpos
de mujeres desnudas se amontonaban por todas partes. Parecían secas, tiesas,
como el bacalao o las mojamas que oscilaban prendidas de arpones sobre el
mostrador de la pescadería. Algunas oscilaban como macabros péndulos, colgadas de ganchos inmensos que
bajaban desde el techo. Otras simplemente parecían apiladas, como inservibles. Incluso faltaban algunos miembros: a veces una pierna, a veces una mano… Vio a una que no tenía ojos ni boca.
Carmen
no podía entender nada. ¿Qué era todo aquello? Si su padre descubría que
alguien había estado allí y había dejado aquella macabra escena, se entristecería
mucho; incluso podía pensar que había sido ella. El pánico atenazó su garganta
y quiso salir corriendo, pero aquel policía la tenía bien sujeta. Alguien más gritaba,
pero le gritaba a él, no a ella.
—¡Déjala!
¡Suéltala! ¿Pero cómo demonios se te ocurre traerla aquí? ¡Estás loco!
—¡Tiene
que saber lo que él ha hecho!
—¡Suéltala
ahora mismo!
El
otro hombre regañaba al captor de Carmen, pero a ella le daba igual…
…
ya todo daba igual…
…acababa
de verla. Ya nada más existía.
Su
carita se inclinó procurando comprender lo que estaba observando. Sentada en el
escritorio de su padre, con sus gafas y su melena larga color rubio ceniza cayéndole sobre los hombros, se encontraba su mamá. ¿Estaba leyendo? La tez cetrina y una
mirada demasiado brillante y vacía, la convertían en una parodia desagradable
de lo que había sido su madre. Allí sentada, estática, indiferente, totalmente
inerte entre todas aquellas mujeres disecadas.
No
podía comprenderlo.
Nadie
preparó jamás su mente ni su conciencia para poder asumir todo aquello en sólo
unos instantes. Un hombre la había levantado en brazos y la sacaba de la casa.
Aunque
ya nunca saldría de allí; su mente se había quedado encerrada entre aquellas
cuatro paredes.
Su
papá, el hombre que la arropaba cada noche, que cuidaba amorosamente de ella,
tan agradable, tan extrovertido y bonachón, había hecho aquello. Ya nunca podría
sentirse igual de inocente y tranquila como lo hacía antes de aquel momento.
Todos
los periódicos y revistas se hicieron eco de la feroz masacre de “el Depravado”,
Antón Duró, el pescadero de Círmene Fall, y la vida de Carmen ya nunca volvió a
ser la misma.
Hasta
que lo conoció.
Richard
Romero trabajaba en un pequeño bufete de abogados, pero ya entonces prometía un
futuro espectacular. Era un buen hombre, el mejor que Carmen había conocido en
su vida, aparte de su padre. Por eso decidió alejarse de él. Ella no merecía un
hombre bueno a su lado, la hija de un brutal asesino en serie. Sin embargo,
Richard, desde el primer momento supo que ella era su gran amor, la inocente y
dulce muchacha a la que debía salvar de sus demonios; y no cejó en su empeño
hasta que accedió a salir con él.
Richard
no era un hombre excesivamente guapo, quizá tampoco atractivo, pero emanaba
bondad por todos sus poros, y tenía un sentido de lo adecuado y justo bastante
inusual en el mundillo de depredadores en el que se movía. No tardaron mucho en
casarse, y poco después nació Lucía, la hija mayor del matrimonio, una niña
noble y buena, bonita como su madre, y justa como su padre.
¿Quién
iba a suponer que algún día se iban a codear con alguien como Enric Domén?
¿Quién iba a pensar que Carla Domén, la hija del magnate, y Lucía se iban a
hacer tan amigas? ¿Quién se podía figurar que un doce de marzo se iban a
escapar en plena noche para asistir a una fiesta, y no iban a aparecer ya nunca
más?
¿Y
quién había tenido la osadía de decidir que, casi quince años después, Lucía apareciese
muerta en una cueva, rodeada de más de cien cadáveres destrozados?
Carmen
no había podido llorar.
Estaba
sentada en una de las butacas del hall de su casa con la mirada perdida en el
vacío cuando sonó el timbre de la puerta. Instintivamente se levantó para
contestar. No solía encargarse ella de abrir la puerta, para eso estaba Mirta,
pero aquella noche le había pedido que se fuera a dormir. No la necesitaría.
Ni
siquiera dudó un instante, no pensó en lo que supondría abrir la puerta y que
alguien estuviera fuera para darle el pésame o interesarse por su estado de
ánimo.
No
pensó.
Sólo
abrió mecánicamente la puerta, como si siempre se hubiera encargado ella de
hacerlo.
—Carmen…
no sabes…
—No
—se precipitó—, no lo digas, por favor.
Enric
Domén atravesó el umbral de la casa siguiendo los pasos de Carmen, que caminaba
como un zombi dirigiéndose a la sala principal. Enric cerró la puerta tras de
sí sin mediar palabra. Se sentaron en el sofá del fondo, el de terciopelo verde
que tanto le gustaba a ella, no sólo por ser el más mullido y cómodo, sino por
encontrarse en el lugar más apartado de la casa, su refugio, la zona de
biblioteca.
La
estancia estaba dominada por una gran chimenea que crepitaba siguiendo un ritmo
caótico, y rodeada por una confortable alfombra marrón de lana gruesa. Siempre
que quería estar sola, cuando necesitaba meditar o desatar su melancolía,
acudía a aquel rincón que ya era sólo suyo.
Ahora
Enric estaba allí sentado con ella, ajeno al secreto que estaba desentrañando
simplemente con su presencia en aquel lugar tan privado.
—¿Dónde
está Richard?
—Se
ha ido. Necesitaba salir de casa —respondió algo nerviosa.
Enric
no sabía muy bien qué decir, ni cómo abordar un tema tan doloroso para todos.
—Yo…
yo lo comprendo perfectamente… Me estoy volviendo loco, Carmen.
Ella
lo observó preocupada. No soportaba sentir aquello, y menos en aquel momento,
pero no podía evitarlo. Era una mujer despreciable y siempre lo había sabido.
Su corazón palpitaba desbocado y no era capaz de pensar.
Siempre
se sentía así en su presencia.
Maldecía
el día en el que había conocido a aquel maravilloso hombre, Enric Domén.
Richard había cuidado de ella, la había amado hasta la saciedad, la había
colmado de regalos y detalles, pero siempre le había faltado algo: la pasión,
esa sensación irracional que todo ser humano necesita sentir.
Cuando
conoció a Enric, su mundo se puso patas arriba de nuevo. Era un hombre guapo,
atractivo, elegante y peligroso. Su desfachatez y seguridad en sí mismo la
habían trastornado desde el primer momento en el que él había posado su
descarada mirada sobre ella. Aún eran jóvenes y Carmen también era muy bella,
por mucho que se esforzara en ocultarlo.
En
una ocasión, ya muy lejana, Enric se había enterado por el propio Richard de que
ella estaba en París pasando el fin de semana sola con la excusa de hacer unas
compras. En realidad siempre se estaba buscando a sí misma, intentando
encontrarse en lugares recónditos en los que nadie la conociera, en los que
nadie supiera que en realidad tenía una parte de monstruo por ser hija de uno
de ellos, de uno de los peores. Las compras no le interesaban. Su marido lo
sabía y entraba en la farsa de su mentira, pero jamás decía nada ni se ofrecía
a acompañarla. Comprendía que necesitaba esos momentos para ella sola.
Claro
que antes de encontrarse a sí misma, se encontró a Enric.
La
noche del sábado abrió la puerta de su habitación del hotel esperando que se
tratase del servicio de habitaciones, pero en realidad era él.
No
tuvo que mediar palabra. Se lanzó sobre ella abriendo su albornoz como si lo
hubiera estado practicando en el ascensor, e hicieron el amor durante todo el
fin de semana, descansando sólo para comer algo de vez en cuando y dormitar.
Lo
que aquel hombre le hacía sentir no se parecía en nada a cualquier otra
sensación que hubiera tenido jamás. Le hacía temblar, vibrar, sentirse viva,
seductora, estremecedoramente bella y excitante. Se había vuelto completamente
loca por él.
El
domingo por la noche tomó el avión de vuelta a casa, separándose de él con el
alma rota y con la convicción de abandonar a su marido, Richard. Pasaría el
resto de su miserable existencia junto a Enric, aunque él no cambiara nada en
su vida, aunque él no la amase tanto como ella a él. Ya sólo importaba Enric
Domén y nada más podría apartarla de aquel sentimiento.
Excepto
el propio Enric.
Su
voz sugerente al otro lado del teléfono, la había hecho estremecerse de maneras
insospechadas, desconocidas hasta el momento. Acababa de aterrizar y ya estaba
ansioso por saber de ella, por volver a besarla, por tocarla de nuevo. Carmen,
por primera vez en muchos años, se sintió feliz; así que le explicó sus planes
de futuro al magnate.
La
respuesta no fue la deseada. Enric no la amaba y no le iba a permitir que abandonase
a su familia por una tontería.
“Una
tontería”, pensó Carmen deshecha y vacía de nuevo.
Así
que las cosas no habían sido como ella esperaba, aunque de vez en cuando se
veían y daban rienda suelta a su pasión desbocada; ella plenamente enamorada,
él devoto de su caprichoso ego.
En
aquel momento, allí sentados frente a la chimenea, sin saber cómo sufrir la
muerte de su hija Lucía, Carmen sólo podía pensar en perderse entre los brazos
de su verdadero y único amor.
—Carmen
—Enric retiró un mechón de pelo de su cara mientras la observaba con pena y
preocupación—, tienes que llorar.
—No
pasa nada —le respondió atajando su previsible discurso.
Ella
aferró la mano que aún rozaba su pelo y la posó sobre su dolorido corazón.
Enric suspiró sintiéndose cada vez más nervioso. Carmen no iba a soltarle. Continuó
deslizando la mano, guiándola hasta posarla sobre la cara interna de su muslo
derecho. Enric no iba a poder soportarlo. Ella siempre usaba medias porque
sabía que él no se podía resistir, y día tras día, a pesar de que casi nunca se
veían a solas, elegía cuidadosamente su ropa interior al gusto de su eterno y
distante amante. Enric permaneció inmóvil, sin saber muy bien cómo reaccionar;
así que fue ella la que deslizó su cuerpo hacia delante buscando el contacto cálido
de las yemas de sus temblorosos y masculinos dedos. Él apartó suavemente la
seda húmeda que cubría la entrepierna de la desconsolada Carmen, mientras
ella liberaba un gemido. Sus ávidas caricias,
lentas pero decididas, suaves pero exigentes, habían llenado de repente toda su
cabeza, todo su universo, de cosas nuevas en las que pensar, en un mundo en el
que ya sólo ella y él existían. Súbitamente la tomó por la cintura y la sentó
sobre sus piernas. Por fin él se había hecho cargo de la situación. Besó sus
labios con ansia y necesidad mientras abría su blusa en un solo movimiento
arrancándole casi todos los botones. Ya todo estorbaba entre sus cuerpos menos
la ardiente piel. La tumbó en el suelo, a sus pies, sobre la mullida alfombra,
mientras se desabrochaba los pantalones. La necesidad no le dejaba pensar;
aquella mujer siempre conseguía llevarlo al límite. Carmen tiró del bajo de su
falda hasta remangarla en la cintura; abrió las piernas y flexionó las rodillas
esperándole. Enric gemía ante aquella imagen impúdica, sin aún siquiera haberla
tocado, mientras se arrodillaba entre sus piernas. Al juntarse sus cuerpos todo
encajó en un estallido de dolor, ansiedad y ferviente necesidad. Se habían
entrelazado en un baile rítmico y brutal y todo lo demás había desaparecido.
Hasta
que oyeron su voz.
Enric
hizo el esfuerzo de separarse de ella, de escapar del ineludible momento del
descubrimiento de su romance. Richard había regresado y llamaba a su mujer.
Carmen,
lejos de querer esconderse, presionó sus manos sobre la espalda de Enric. No lo
iba a dejar escapar. Los pasos de Richard resonaban sobre la madera del suelo,
paseando no muy lejos de donde ellos se encontraban. Ella estaba aún más
excitada, parecía enloquecida, y sin saber cómo, él también continuaba allí
dejándose llevar, sufriendo la mayor enajenación de toda su vida, tapando con
la palma de su mano la boca de Carmen para acallar sus gemidos, mientras su
marido se aproximaba a ellos.
—¿Carmen?
¿Te has acostado? —se podía oír a Richard en la estancia contigua buscando a su
mujer.
Enric
estaba como loco, sumergido por completo en el balanceo brutal de las caderas
insaciables de Carmen. Por fin ella redujo la intensidad de su euforia,
completamente saciada. Enric no había terminado pero fue capaz de controlarse,
satisfecho ante la reacción de ella. Posó sus rodillas sobre el suelo y
tomándola por las caderas, la encaramó a su cintura llevándola hacia la parte
trasera del sofá. Allí estaban menos a la vista. Estrecharon aún más sus
cuerpos semi desnudos y la acarició suavemente mientras la besaba con pasión.
Jamás
se había sentido tan vivo como durante el momento en el que Richard había
traspasado el umbral de la biblioteca llamando a su mujer mientras él la poseía
muy despacio y en silencio detrás del sofá.
Se
sentía poderoso.
Pasaron
así unos minutos al terminar, abrazados en silencio, apoyados contra la pared,
refugiados tras el sofá. Enric no se había dado cuenta hasta ese momento, pero
las mejillas de Carmen estaban totalmente empapadas. No paraba de llorar. Parecía
abatida y deshecha.
—No
merezco vivir. Estoy rodeada de demonios —susurró con la mirada vidriosa y
perdida.
Parecía
haber perdido la cordura.
Enric
se estremeció ante su reacción y huyó de un salto de su abrazo. Sintió miedo
durante un instante. Ella debía guardar un secreto sucio y oscuro y él tenía
que salir de allí cuanto antes.MIKA LOBO