Me he pasado las vacaciones vegetando y comiendo, pero algo ya he podido escribir. Sobre todo estoy centrada en "El Privilegio del Rey Roto", la segunda novela de la Trilogía Kratos, aunque quiero ir colgando trocitos de aquí y de allá, por si os apetece criticar un poco.
Aquí dejo un extracto de "Clarita McFly y su Odisea del Espacio". Clarita está de vuelta a casa, llega tarde a su pluriempleo en el laboratorio secreto del ejército y tiene que organizarse como puede.
(...)
“Ya
torito toriiito, ya torito braaavooooo…”
Cerró
la boca, se tapó la nariz y los ojos, y un momentito después estaba de nuevo en
la “Estación Mirandilla del Fresno Transportes Galácticos, S.L.”.
—Protocolo de estabilización molecular
completado. No se han producido déficits de importancia vital. Que tenga una
buena tarde señora McFly.
—Gracias
guapa.
“Déficits
de importancia vital”. Clarita no tenía muchos estudios, más bien pocos, o
ninguno, pero aquello le sonaba muy mal. Al fin y al cabo ¿qué consideraban que
fuera preocupante que perdiera por el camino? Porque, por ejemplo, sus cejas no
eran de importancia vital, pero si las perdía ¿cómo sabría la gente cuando
estaba enfadada o sorprendida?
Sin
dedicarle más tiempo a tal preocupación, y sustituyéndola por otras más
habituales, cogió su bandolera y salió a toda prisa a la calle. Ya llegaba
tarde si quería comer en casa y no retrasarse en el laboratorio.
En
la puerta de la estación tomó el autobús de la línea 15 que la dejaría en la
parada de Vía Segismunda Parda para
coger el 40 que la acercaría al Parque
del Abandono y así poder subirse al metro de la línea 42 que por fin la
dejaría a catorce manzanas escasas de su edificio. En un santiamén en casita.
A
las dos y veintisiete estaba cruzando la puerta de la cocina para calentarse el
escalope que se había empanado por la mañana antes de salir hacia la nave, y
aliñarse una ensaladita de bolsa. No le iba a dar tiempo.
—Porras,
voy a tener que ir en coche —se quejó agobiada.
Clarita
tenía coche, claro que sí. Su padre, al morir, le había dejado su viejo deportivo.
Era precioso, un cásico, y tenía un gran valor sentimental en la familia. Lo de
repostar era un infierno, pero su hijo había contactado por internet con un
señor que fabricaba el combustible como hobbie.
Los fines de semana no le importaba tanto coger el coche para darse un paseo o
acudir a alguna cita con su amiga Tamara; pero los días de diario, y sobre todo
cuando tenía prisa, era un horror. Cuántas veces había ido a las compras y se
había encontrado una y otra vez cerrando de nuevo la puerta de su casa para
salir a comprar, o había aparecido ya en la cama, a las tantas de la noche, y
sin haber comprado los pepinos y los pimientos que necesitaba para hacer el
gazpacho de la cena que ya nunca disfrutaría conscientemente. Y es que en
cuanto hacía sin querer el juego de embrague un poco brusco en algún semáforo,
el Delorean se ponía como loco y ya
sólo dejaba dos regueros de fuego en la carretera.
Al
menos, si cogía el coche, le quedarían unos minutos para poder sentarse a comer
tranquila. Así que intentó relajarse un poco y se perdió en sus pensamientos.
“Que
no se me olvide hacer limpieza en la salita el fin de semana, que la tengo
abandonadita… ay, qué asco de telaraña… si la abuela levantase la cabeza…”
Sobre
el aparador de la sala descansaba el retrato de su abuela Saturnina. Ella había
comenzado con la tradición de mujeres limpiadoras en la familia, una saga de féminas
pulcras y responsables; aunque iba a ser una estirpe muy corta, porque a pesar
de los esfuerzos de Clarita por guiar a su hijo hacia ese camino, él insistía
en ser pollero, y para ello se había preparado en la universidad en los últimos
años.
Saturnina
había tenido una vida espléndida. Desde jovencita trabajó como asistenta interina de dos doctores,
padre e hijo, arqueólogos muy conocidos, ambos catedráticos en la universidad.
Había sido una más en la familia, sobre todo a partir del fallecimiento de la
señora, cuando pasó a convertirse en el sustento verdadero de aquel hogar. ¡Qué
historias le contaba a Clarita cuando era una cría de lazos, qué aventuras insólitas! Ser asistenta debía ser el mejor trabajo del mundo. Abuela Saturnina tenía
muchas discusiones con su marido, el abuelo Marciano, porque no comprendía
tanta ausencia de su parienta. Las “disputas galácticas” las solía llamar el yerno.
“—¡Ya pasas todo el día en esa casa
cuidando de ellos ¿ahora tienes que dormir allí todos los días?!
—¡Pero si casi siempre ha sido así,
incluso cuando vivía la señora yo dormía allí prácticamente todos los días!
—¡Pero antes tenías tu habitación… una
intimidad!
—¡Eres un burro! ¡Estás obcecado en no
querer comprender que necesitaban mi habitación para montar un gimnasio/bodega!
—Mujer, es que no me parece que duermas
en la cama del señor por poco espacio que haya.
—Mira que eres “especialito”, Marciano.”
Qué
bellos recuerdos para Clarita. Cómo echaba de menos a su abuela. Aquel
desgraciado accidente que nunca llegarían a comprender, había destrozado a toda
la familia. Y es que pasados tantos años, aún nadie entendía que un edificio
entero desapareciera sumido en un remolino formado por almas atormentadas en
ascensión a los cielos. Sus señores, durante los funerales, no paraban de decir
lo mismo.
—Le dijimos que no tocase nada de la
despensa, que no limpiase allí… y ella dale que dale con que el Arca tenía
polvo… ¡Qué tragedia!
(...)
MIKA