lunes, 23 de abril de 2012

Las cosas de la vida...


Si una cosa tengo clara en esta vida, es que nos rodean los extraterrestres; y no me refiero a los oriundos de otros planetas, no, sino los que aparentemente viven entre nosotros mientras sus mentes flotan por el espacio exterior.

Un día estás hablando con una amiga. Te sientes vulnerable, expuesta, dolorida ¿y por qué no? algo avergonzada. Vas a revelarle un secreto feo, pero es tu amiga (o no, pero crees que tu historia puede ayudarle o hacerle comprender). Te tiras a la piscina:

—Ay, Puri, mi Ernesto me la está pegando.

—¡¿Qué?! ¿Pero qué dices, mujer? No puede ser ¡Ernesto sólo ve a través de tus ojitos!

—Pues para que veas… Estoy destrozada. Comenzó llegando tarde a casa algún día entre semana; trabajo decía, hasta que se convirtió en un hábito. Yo esperaba y esperaba, con la cena puesta y todo, pero él no llegaba. Un día, lavando su ropa, descubrí carmín en el cuello de un par de camisas, y por fin capté el dulzón aroma que mi pituitaria se había negado a reconocer: perfume de mujer. Comencé a rebuscar entre sus cosas… la angustia, la incertidumbre de algo que por otro lado era demasiado evidente… estaba acabando conmigo. Y ahí estaban… ni se molestó en esconderlas: tres bragas en la guantera del coche, Puri ¿te lo puedes creer?

Puri te escucha atónita, no da crédito al parecer.

—Mujer…

—No, Puri, no quiero compasión. He visto los sms de su móvil… ¡incluso guarda unas fotos poco recatadas que se ha hecho con ella!

Ya está, ya le has desnudado tu alma, ya lo sabe. No estás muy segura de cómo deberías sentirte y esperas a que ella te diga alg…

—Hija, Vanesa, pues a mí me pasa lo mismo… y sin embargo a mí mi Manolo no me pone los cuernos.

¡Hala! ¡Tócate las narices! Que se te queda una cara de gilipollas…

Pues esa… esa es la cara que se me queda a mí cada vez que hablo con algunos de mi anorexia.

¡Si es que está claro que compré todas las papeletas y me tocó el premio gordo! Todos los demás que se han sentido alguna vez como yo a lo largo de tantos años, tienen una buena excusa: ha sido sólo por complexión… y la depresión, las neurosis y fobias… pura casualidad. La de veces que tiene una que oír “yo estaba flaquísima y sólo quería engordar, pero por mucho que comiera, nada, lo gastaba todo con los nervios”. O eso tan chulo de “yo tuve principio de anorexia, pero un día se fue”, que te dan ganas de decir “sí, con las uñas, el pelo y las ganas de procrear”.

En fin...

MIKA


jueves, 12 de abril de 2012

Extracto de "Hija de la Furia"

Este es el beso de Noah. Es una "mujer" muy antisocial y odia el contacto humano, o al menos eso se cree ella. ¿Cuánto le durara esa coraza?


(...)

—Ven.

Negó con la cabeza.


Yo asentí y se acercó, muy asustado y nervioso de nuevo.

Posé mi mano sobre su rodilla. Tembló, aunque enseguida se relajó un poco. Estaba tocando sólo la tela vaquera, no su piel, así que debíamos avanzar. Levanté la mano extendida mientras le observaba. Eric alzó suspirando la mano izquierda y acercó su palma  a la mía. A dos centímetros ya podía sentir el intenso calor que despedía. El traqueteo de su acelerado corazón retumbaba en las paredes de la habitación; yo no iba a poder soportarlo, no así, no sin comprender todo lo que él estaba sintiendo y me estaba transmitiendo. Comprendí que aquel miedo desenfrenado no era de él, sino mío.

Tuve que retirar la mano.


—¿Qué te ha pasado, Noah? ¿Quién te ha hecho daño?


—Nadie —repliqué bastante azorada.


—No eres capaz ni de rozar mi mano. No te haré nada malo.


—Ya lo sé… es que… no me gusta que me toquen —repliqué indignada por su condescendencia.


Qué debilidad tan humana, pensé. Si no soy capaz de sentir, ¿por qué sí puedo repudiar el contacto humano? No debía tolerar aquella situación, no me iba a vencer. Esos sentimientos estaban despertando otros enterrados hacía décadas. ¿Indignación? ¿Miedo? ¿Angustia? Tenía que cumplir aquella misión si quería que todo reastro humano desapareciera de nuevo.


Tomé a Eric por la nuca y me lancé de golpe contra sus labios. Al principio se retiró un poco, seguramente dolorido por el golpe, pero enseguida abandonó su conato de resistencia. Me quedé petrificada. Estaba inclinada sobre él con mi boca contra la suya, y era incapaz de hacer otra cosa que no fuera respirar, y no sin gran dificultad. Mis ojos se estaban humedeciendo ¿Lágrimas? Aquello era intolerable. Mis sentimientos se superponían sobre los de Eric y la empatía no me servía de nada.


No habían pasado ni cuatro eternos segundos cuando mi compañero se zafó ligeramente de la fuerte presión que ejercía sobre él mi agarrotamiento. Suavizó sus labios y acarició los míos. No podía moverme, pero poco a poco el miedo fue desapareciendo; me estaba relajando. Dejé que prosiguiera y entendí sorprendida que no se estaba enfadando por mi falta de respuesta. Era distinto, no quería dañarme, y presentí que tampoco me heriría “sin querer”. No era desagradable y por un instante me dejé llevar. Liberé mi boca de su rigor y respondí a su beso. Me aproximé despacio, pegándome más a él hasta que las leyes físicas se convirtieron en una barrera; entonces rodeé con mis piernas su cintura como si un imán muy potente ejerciese su poderosa fuerza sobre mí. Un golpe de calor sofocó todo mi cuerpo. Eric estaba cardiaco, excitado y plenamente absorto en mis movimientos; súbitamente y sin poder contenerse más, me tomó por las caderas y presionó mi cuerpo contra el suyo. De pronto no fui capaz de discernir entre sus sensaciones y las mías, pero de nuevo el miedo se apoderó de mí, y sospeché que no era sólo cosa mía.

Salté hacia atrás golpeándome contra el cabecero de la cama. Aquello había ido demasiado lejos.


—¿Estás bien? —se abalanzó sobre mí muy preocupado.


—Sí, claro... tranquilo —procuré parecer natural y distante.


(...)


MIKA


Extracto de "Lo Ajeno"


Se me hace muy difícil escribir esta historia. Nació cuando hice mi primer taller literario y desde que surgió el esbozo, Maya, la protagonista, me ha puesto la piel de gallina. No es macabro y procuro no ser explícita, pero aún así...

(...)
El sonido amortiguado de las pisadas de Leo agita la respiración de Maya. Es un acto reflejo. Él lleva las botas con suela de goma que nunca se quita, creyendo que así nadie se percatará de su presencia; pero su hermana pequeña ha tenido que aguzar todos sus sentidos para protegerse de él, así que distingue sus pasos sin dificultad.
Asustada, entra en el armario empotrado, ese al que hace no tanto tiempo le daba pánico dar la espalda por las noches mientras dormía, por si salía de él el hombre del saco y se la llevaba lejos de su familia, a un espeluznante mundo que su madre le había descrito con todo lujo de detalles. Ahora quiere que ese temido ser venga a por ella, que se la lleve lejos de allí. Al menos sería otro lugar. Una vez dentro, cierra la puerta de endeble chapa lacada y se sienta en el fondo, con la espalda contra la pared, abrazándose las rodillas con sus magullados y esqueléticos brazos. Intenta recordar la canción que le han enseñado hoy en el colegio, en la clase de sor Leonor, pero sólo consigue canturrear una melodía abstracta. Una gotita de sudor frío se desliza por su nuca. Tiembla.
No sirve de nada esconderse, siempre la encuentra. Es bueno buscando, implacable.
Antes no era así, o al menos no se interesaba por ella de ese modo, hasta que cumplió los once años y comenzó a parecer “una mujercita”.
Leo, desde que había cumplido los dieciséis años, pasaba la primavera y el verano en la granja de los Ciempoza. Cobraba un salario más que bueno, y según su madre muy necesario, para que luego pudiera pasar el resto del año ayudando a su padre en las miserables y casi baldías tierras de su propiedad, que iban manteniendo a la familia de mala manera.
Ahora la llegada del otoño le traía amargura a Maya. Leo volvía, y lo hacía cada vez más ansioso, más fuerte.
Está cerca. Una tabla suelta del suelo rechina.
Se acabó la paz. Contiene la respiración.
Caen las hojas… llueve…
… La nieve lo cubre todo…
… Y por fin los almendros que se ven desde la ventana del cuarto de Maya están plagados de flores. Espira, pero las hojas caerán de nuevo.
—¡Maya, ponte el dichoso lazo de una vez! —su madre, Carmina, va de un lado a otro por toda la casa buscando algo de manera compulsiva—. ¡Vamos a llegar tarde!
—Mamá, tranquila, vamos con tiempo… y no quiero ponerme el lazo, ya soy mayor para esas cursiladas. Tengo quince años.
—Si tu padre, que en gloria esté, levantara la cabeza –-se santigua de forma automática e imprecisa— bien sabe Dios que te daría un guantazo, por contestona. Nunca has querido ser obediente como debe ser una niña decente y bien educada, pero hoy se casa tu hermano y no me vas a fastidiar la fiesta.
Maya piensa con amargura que su alivio se va a convertir en el suplicio de una pobre desgraciada, la hija pequeña de los Ciempoza, Lara, que ha cometido la imprudencia de querer casarse con el monstruoso Leo. Vivirán con sus suegros, trabajando en su próspera granja.
Algún día Maya podrá dejar de temblar al olvidar el sonido de aquellos pasos secretos acercándose a su armario, pero por el momento sigue vacía y muerta de miedo.
El calor fue insoportable aquel verano y lo poco que seguían cultivando desde la muerte de su padre, se estropeó. Vendieron la granja y de mudaron a la ciudad, donde su madre encontró un cuartucho muy barato y un trabajo de camarera en una cafetería cutre.
Caen las hojas y de nuevo el corazón de Maya se desboca. Al parecer su subconsciente no procesa que Leo ya no volverá, pero con el paso de los días la ansiedad se va mitigando dando paso a la nada. Ya no tiene de qué protegerse y su vida ha perdido todo sentido.
La nieve de las calles certifica la ausencia de su hermano mayor, y así continua todo más o menos tranquilo durante dieciocho años.

(…)

MIKA

Extracto de "El Privilegio del Rey Roto"


Para que luego no digáis que todo lo que escribo es macabro... Esto sólo es un poco... bueno, ya me diréis.
(...)

Es increíble cómo uno puede llegar a acostumbrarse a ciertas cosas.

Al principio siempre sucede lo mismo; la primera bocanada de aire que tomas te obliga a retroceder, te inunda los pulmones, como el amoniaco. Todo se impregna. Pero pasados unos segundos ya no percibes la diferencia.

Algunos dicen que no se habitúan al olor de la carne pudriéndose. Yo creo que lo que les afecta es saber que es humana.

Avancé lentamente por la estrecha gruta. Estaba perfectamente iluminada, llena de focos por todas partes. No había resultado sencillo descender por aquella accidentada garganta, pero los primeros agentes en llegar ha-bían montado todo un dispositivo para poder alcanzar el escenario sin mayores dificultades. Después de dos curvas, una a la izquierda y otra a la derecha, se abrió ante mí aquel espeluznante espectáculo.

He de reconocer que la primera bocanada fue más brutal de lo habitual. El hedor era terrible.

Al principio, mi mente normalmente abierta, no fue capaz de comprender todo el conjunto de aquella visión, y el subconsciente me obligó a fijar la mirada en una simple mano, el extremo lógico de un cuerpo, como si no perteneciese a un todo.

Me estremecí. Era una mano femenina, estilizada, pero donde debían estar las uñas, sólo se encontraban heridas repletas de jirones de piel y de carne ensangrentada. Me rechinaron los dientes. Decidí continuar, avanzando por el brazo hasta llegar al torso, abierto y vacío; ennegrecido. Las vísceras, azuladas y retorcidas, descansaban entre sus piernas abiertas mientras miles de insectos y larvas otorgaban a la figura una sensación macabra de movimiento.

Suspiré con todo mi ser mientras caminaba resignada esquivando cuerpos sin vida.

Me detuve cerca de un escollo, que sobresalía pegado a una de las paredes de la cueva, y me decidí a trepar sobre él para conseguir así una mejor perspectiva desde las alturas. Fui consciente de repente de cómo todos los músculos de mi cara se habían contraído y apreté aún más los labios.

La imagen era desgarradora.

Al menos cien cuerpos, al parecer todos femeninos, se extendían sobre el irregular suelo de aquella covacha. Algunos se amontonaban, como si algún tipo de excavadora los hubiera dejado caer toscamente desde su pala, como si no tuvieran ningún valor para nada ni para nadie. Se encontraban en distinto estado de descomposición y sus rostros transmitían un horror indescriptible.

¿Cuánto habrían sufrido aquellas mujeres?

(...)

MIKA


miércoles, 11 de abril de 2012

Extracto de "Clarita McFly y su Odisea del Espacio"


Me he pasado las vacaciones vegetando y comiendo, pero algo ya he podido escribir. Sobre todo estoy centrada en "El Privilegio del Rey Roto", la segunda novela de la Trilogía Kratos, aunque quiero ir colgando trocitos de aquí y de allá, por si os apetece criticar un poco.

Aquí dejo un extracto de "Clarita McFly y su Odisea del Espacio". Clarita está de vuelta a casa, llega tarde a su pluriempleo en el laboratorio secreto del ejército y tiene que organizarse como puede.


(...)

“Ya torito toriiito, ya torito braaavooooo…”
Cerró la boca, se tapó la nariz y los ojos, y un momentito después estaba de nuevo en la “Estación Mirandilla del Fresno Transportes Galácticos, S.L.”.
—Protocolo de estabilización molecular completado. No se han producido déficits de importancia vital. Que tenga una buena tarde señora McFly.
—Gracias guapa.
“Déficits de importancia vital”. Clarita no tenía muchos estudios, más bien pocos, o ninguno, pero aquello le sonaba muy mal. Al fin y al cabo ¿qué consideraban que fuera preocupante que perdiera por el camino? Porque, por ejemplo, sus cejas no eran de importancia vital, pero si las perdía ¿cómo sabría la gente cuando estaba enfadada o sorprendida?
Sin dedicarle más tiempo a tal preocupación, y sustituyéndola por otras más habituales, cogió su bandolera y salió a toda prisa a la calle. Ya llegaba tarde si quería comer en casa y no retrasarse en el laboratorio.
En la puerta de la estación tomó el autobús de la línea 15 que la dejaría en la parada de Vía Segismunda Parda para coger el 40 que la acercaría al Parque del Abandono y así poder subirse al metro de la línea 42 que por fin la dejaría a catorce manzanas escasas de su edificio. En un santiamén en casita.
A las dos y veintisiete estaba cruzando la puerta de la cocina para calentarse el escalope que se había empanado por la mañana antes de salir hacia la nave, y aliñarse una ensaladita de bolsa. No le iba a dar tiempo.
—Porras, voy a tener que ir en coche —se quejó agobiada.
Clarita tenía coche, claro que sí. Su padre, al morir, le había dejado su viejo deportivo. Era precioso, un cásico, y tenía un gran valor sentimental en la familia. Lo de repostar era un infierno, pero su hijo había contactado por internet con un señor que fabricaba el combustible como hobbie. Los fines de semana no le importaba tanto coger el coche para darse un paseo o acudir a alguna cita con su amiga Tamara; pero los días de diario, y sobre todo cuando tenía prisa, era un horror. Cuántas veces había ido a las compras y se había encontrado una y otra vez cerrando de nuevo la puerta de su casa para salir a comprar, o había aparecido ya en la cama, a las tantas de la noche, y sin haber comprado los pepinos y los pimientos que necesitaba para hacer el gazpacho de la cena que ya nunca disfrutaría conscientemente. Y es que en cuanto hacía sin querer el juego de embrague un poco brusco en algún semáforo, el Delorean se ponía como loco y ya sólo dejaba dos regueros de fuego en la carretera.
Al menos, si cogía el coche, le quedarían unos minutos para poder sentarse a comer tranquila. Así que intentó relajarse un poco y se perdió en sus pensamientos.
“Que no se me olvide hacer limpieza en la salita el fin de semana, que la tengo abandonadita… ay, qué asco de telaraña… si la abuela levantase la cabeza…”
Sobre el aparador de la sala descansaba el retrato de su abuela Saturnina. Ella había comenzado con la tradición de mujeres limpiadoras en la familia, una saga de féminas pulcras y responsables; aunque iba a ser una estirpe muy corta, porque a pesar de los esfuerzos de Clarita por guiar a su hijo hacia ese camino, él insistía en ser pollero, y para ello se había preparado en la universidad en los últimos años.
Saturnina había tenido una vida espléndida. Desde jovencita trabajó  como asistenta interina de dos doctores, padre e hijo, arqueólogos muy conocidos, ambos catedráticos en la universidad. Había sido una más en la familia, sobre todo a partir del fallecimiento de la señora, cuando pasó a convertirse en el sustento verdadero de aquel hogar. ¡Qué historias le contaba a Clarita cuando era una cría de lazos, qué aventuras insólitas! Ser asistenta debía ser el mejor trabajo del mundo. Abuela Saturnina tenía muchas discusiones con su marido, el abuelo Marciano, porque no comprendía tanta ausencia de su parienta. Las “disputas galácticas” las solía llamar el yerno. 

“—¡Ya pasas todo el día en esa casa cuidando de ellos ¿ahora tienes que dormir allí todos los días?!
—¡Pero si casi siempre ha sido así, incluso cuando vivía la señora yo dormía allí prácticamente todos los días!
—¡Pero antes tenías tu habitación… una intimidad!
—¡Eres un burro! ¡Estás obcecado en no querer comprender que necesitaban mi habitación para montar un gimnasio/bodega!
—Mujer, es que no me parece que duermas en la cama del señor por poco espacio que haya.
—Mira que eres “especialito”, Marciano.”

Qué bellos recuerdos para Clarita. Cómo echaba de menos a su abuela. Aquel desgraciado accidente que nunca llegarían a comprender, había destrozado a toda la familia. Y es que pasados tantos años, aún nadie entendía que un edificio entero desapareciera sumido en un remolino formado por almas atormentadas en ascensión a los cielos. Sus señores, durante los funerales, no paraban de decir lo mismo.

—Le dijimos que no tocase nada de la despensa, que no limpiase allí… y ella dale que dale con que el Arca tenía polvo… ¡Qué tragedia!

(...)


MIKA