Se me hace muy difícil escribir esta historia. Nació cuando hice mi primer taller literario y desde que surgió el esbozo, Maya, la protagonista, me ha puesto la piel de gallina. No es macabro y procuro no ser explícita, pero aún así...
(...)
El sonido amortiguado de las
pisadas de Leo agita la respiración de Maya. Es un acto reflejo. Él lleva las
botas con suela de goma que nunca se quita, creyendo que así nadie se percatará
de su presencia; pero su hermana pequeña ha tenido que aguzar todos sus
sentidos para protegerse de él, así que distingue sus pasos sin dificultad.
Asustada, entra en el armario
empotrado, ese al que hace no tanto tiempo le daba pánico dar la espalda por
las noches mientras dormía, por si salía de él el hombre del saco y se la
llevaba lejos de su familia, a un espeluznante mundo que su madre le había
descrito con todo lujo de detalles. Ahora quiere que ese temido ser venga a por
ella, que se la lleve lejos de allí. Al menos sería otro lugar. Una vez dentro,
cierra la puerta de endeble chapa lacada y se sienta en el fondo, con la
espalda contra la pared, abrazándose las rodillas con sus magullados y esqueléticos
brazos. Intenta recordar la canción que le han enseñado hoy en el colegio, en
la clase de sor Leonor, pero sólo consigue canturrear una melodía abstracta.
Una gotita de sudor frío se desliza por su nuca. Tiembla.
No sirve de nada esconderse,
siempre la encuentra. Es bueno buscando, implacable.
Antes no era así, o al menos no
se interesaba por ella de ese modo, hasta que cumplió los once años y comenzó a
parecer “una mujercita”.
Leo, desde que había cumplido los
dieciséis años, pasaba la primavera y el verano en la granja de los Ciempoza. Cobraba un salario más que bueno, y según su madre muy necesario, para que
luego pudiera pasar el resto del año ayudando a su padre en las miserables y
casi baldías tierras de su propiedad, que iban manteniendo a la familia de mala
manera.
Ahora la llegada del otoño le
traía amargura a Maya. Leo volvía, y lo hacía cada vez más ansioso, más fuerte.
Está cerca. Una tabla suelta del
suelo rechina.
Se acabó la paz. Contiene la
respiración.
Caen las hojas… llueve…
… La nieve lo cubre todo…
… Y por fin los almendros que se
ven desde la ventana del cuarto de Maya están plagados de flores. Espira, pero
las hojas caerán de nuevo.
—¡Maya, ponte el dichoso lazo de
una vez! —su madre, Carmina, va de un lado a otro por toda la casa buscando
algo de manera compulsiva—. ¡Vamos a llegar tarde!
—Mamá, tranquila, vamos con
tiempo… y no quiero ponerme el lazo, ya soy mayor para esas cursiladas. Tengo
quince años.
—Si tu padre, que en gloria esté,
levantara la cabeza –-se santigua de forma automática e imprecisa— bien sabe
Dios que te daría un guantazo, por contestona. Nunca has querido ser obediente
como debe ser una niña decente y bien educada, pero hoy se casa tu hermano y no
me vas a fastidiar la fiesta.
Maya piensa con amargura que su
alivio se va a convertir en el suplicio de una pobre desgraciada, la hija
pequeña de los Ciempoza, Lara, que ha cometido la imprudencia de querer casarse
con el monstruoso Leo. Vivirán con sus suegros, trabajando en su próspera
granja.
Algún día Maya podrá dejar de
temblar al olvidar el sonido de aquellos pasos secretos acercándose a su
armario, pero por el momento sigue vacía y muerta de miedo.
El calor fue insoportable aquel
verano y lo poco que seguían cultivando desde la muerte de su padre, se
estropeó. Vendieron la granja y de mudaron a la ciudad, donde su madre encontró
un cuartucho muy barato y un trabajo de camarera en una cafetería cutre.
Caen las hojas y de nuevo el
corazón de Maya se desboca. Al parecer su subconsciente no procesa que Leo ya
no volverá, pero con el paso de los días la ansiedad se va mitigando dando paso
a la nada. Ya no tiene de qué protegerse y su vida ha perdido todo sentido.
La nieve de las calles certifica
la ausencia de su hermano mayor, y así continua todo más o menos tranquilo
durante dieciocho años.
(…)
MIKA
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