Para que luego no digáis que todo lo que escribo es macabro... Esto sólo es un poco... bueno, ya me diréis.
(...)
Es increíble cómo uno puede llegar a acostumbrarse a ciertas cosas.
Al principio siempre sucede lo mismo; la primera bocanada de aire que tomas te obliga a retroceder, te inunda los pulmones, como el amoniaco. Todo se impregna. Pero pasados unos segundos ya no percibes la diferencia.
Algunos dicen que no se habitúan al olor de la carne pudriéndose. Yo creo que lo que les afecta es saber que es humana.
Avancé lentamente por la estrecha gruta. Estaba perfectamente iluminada, llena de focos por todas partes. No había resultado sencillo descender por aquella accidentada garganta, pero los primeros agentes en llegar ha-bían montado todo un dispositivo para poder alcanzar el escenario sin mayores dificultades. Después de dos curvas, una a la izquierda y otra a la derecha, se abrió ante mí aquel espeluznante espectáculo.
He de reconocer que la primera bocanada fue más brutal de lo habitual. El hedor era terrible.
Al principio, mi mente normalmente abierta, no fue capaz de comprender todo el conjunto de aquella visión, y el subconsciente me obligó a fijar la mirada en una simple mano, el extremo lógico de un cuerpo, como si no perteneciese a un todo.
Me estremecí. Era una mano femenina, estilizada, pero donde debían estar las uñas, sólo se encontraban heridas repletas de jirones de piel y de carne ensangrentada. Me rechinaron los dientes. Decidí continuar, avanzando por el brazo hasta llegar al torso, abierto y vacío; ennegrecido. Las vísceras, azuladas y retorcidas, descansaban entre sus piernas abiertas mientras miles de insectos y larvas otorgaban a la figura una sensación macabra de movimiento.
Suspiré con todo mi ser mientras caminaba resignada esquivando cuerpos sin vida.
Me detuve cerca de un escollo, que sobresalía pegado a una de las paredes de la cueva, y me decidí a trepar sobre él para conseguir así una mejor perspectiva desde las alturas. Fui consciente de repente de cómo todos los músculos de mi cara se habían contraído y apreté aún más los labios.
La imagen era desgarradora.
Al menos cien cuerpos, al parecer todos femeninos, se extendían sobre el irregular suelo de aquella covacha. Algunos se amontonaban, como si algún tipo de excavadora los hubiera dejado caer toscamente desde su pala, como si no tuvieran ningún valor para nada ni para nadie. Se encontraban en distinto estado de descomposición y sus rostros transmitían un horror indescriptible.
¿Cuánto habrían sufrido aquellas mujeres?
(...)
MIKA
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