domingo, 29 de septiembre de 2013

El empezose del acabose...



Qué tiempos tan extraños nos ha tocado vivir, ¿no?

Somos de esa generación que queda entre los que no saben escribir, ni casi hablar, porque todo lo hacen a través de un teclado (más o menos virtual), y los que no pueden hacer fotos bien iluminadas porque se les ha acabado la cobertura del móvil. Nos hemos quedado un poco pasados de moda, pero aún así nos negamos a situarnos en el “empezose” del acabose; aunque tampoco me extraña, porque los cuarenta de hoy son los quince y medio de hace veinte años, así que llevamos más de dos décadas en plena adolescencia. Ya decía yo que estaba agotada.

Y encima nos han entrado unas manías más raras… y la peor, que nos ha dado por procrear en esta plena adolescencia marchita, y claro, es la generación de Bob Esponja y los teclados virtuales la que lo va a pagar. Que me da una risa cuando alguno de estos padres me dice “ay, chica, es que hay que hacer todo lo que la niña quiera; tiene una personalidad muy fuerte, y además me ha dicho el pediatra y su profesora de preescolar, que al parecer essuper inteligente”; que me dan ganas de decirle: “pues nada, cuando se jubile Punset preséntala al casting para Redes”.

Ahora, cuando paso por delante de un parque con columpios, no sé si saludar a los papás o darles el pésame… ¡Que caras de penita profunda! Y los churumbeles dale que te dale: “¡Papi, ven! ¡Mira, papi, mira, mira cómo chupo la barandilla!... Y a unos decibelios que si pasease por ahí, por una de estas casualidades de la vida, algún inspector de Kioto, nos multaba fijo. Oye, y que pasas cuatro horas después por el mismo sitio, y ahí está, el papi, con gesto de encefalograma plano y total ausencia de curiosidad por la vida, empujando un columpio vacío mientras su dulce nena se llena la boca de tierra. Chico, que desasosiego le entra a una. Yo aún recuerdo cómo mis padres me sacaban a pasear un rato, y luego a casa, a ver Barrio Sésamo y cinco minutos de dibujos animados. El resto de la tarde ya te la gestionabas tú como podías. No me habré yo tragado pelis del oeste y de guerra, ¡que a los cuatro años mi preferida era “El Puente sobre el Río Kwai”! Vamos, vamos, que me imagino yo a mi padre con el Clan TV puesto dieciséis horas al día, ¡ja! Si no me gustaba lo que ellos veían (y en aquella época era fácil, porque hasta el telediario querían ver los egoístas de ellos), al cuarto, a jugar con el “ceranova” sobre la moqueta (que aún no sé cómo no quemé la casa entera). Ahora, que aburrirme… pues sí, mucho, como una ostra, pero qué rebién me vino para desarrollar la imaginación.

Aún recuerdo esos sábados en el Museo del Prado, esos domingos en El Pardo y El Escorial, los paseos por las playas de O Grove recogiendo conchas… qué soberano aburrimiento. Pero es que antes nosotros íbamos a donde querían nuestros padres, y claro, normalmente querían culturizarnos y de paso comer cordero asado; así que de parque de atracciones, Faunia, Warner, circo… “nasti deplasti”. Que ahora los fines de semana y las vacaciones de las familias con niños, parecen yincanas de Disney, por Dios.

¿Y en los viajes? Yo voy mucho en tren, y es apasionante comprobar lo que es hoy en día viajar con niños (algún día haré una tesis y la llamaré “Chucu Chucu Chú, la Madre que los Parió”). Qué angustia verlos caminando pasillo arriba, pasillo abajo, detrás de su retoño, que no puede estar quieto un segundo. La última vez puse en marcha por el vagón una servilleta con firmas para solicitar que les devolvieran el importe del trayecto, porque se lo habían hecho andando los tíos, ¡qué bárbaro!

A mí esto me tiene preocupadilla, y no es para menos. Que además no te dejan ni opinar, porque sin tener hijos, chitón; aunque a mí esto me parece como exigirle al urólogo que haya pasado una gonorrea para consentirle que te la trate, ¿no?

“Cuando seas madre podrás hablar”… Sí, claro, si estás deseando que me salgan discípulos de Satán para poder decirme: “¿ves?”


MIKA

domingo, 18 de agosto de 2013

La Llamada...


"Clarita McFly y su Odisea del Espacio" narra las aventuras y desventuras, en un futuro poco lejano, de la asistenta del Halcón Milenario. Clarita es una pluriempleada profesional, y en este fragmento está sustituyendo a su amiga Jovita, telefonista de ocupación y binguera de vocación. A nuestra prota le acaba de picar una araña en el laboratorio que limpia por las tardes y se siente muy extraña... pero esa ya es otra historia... Otra que nada tiene que ver con una maldición nipona.
 
(...)
Nada más entrar en casa, tomó la determinación de atender su obligación para con su amiga Jovita antes de ir a ningún sitio. Al fin y al cabo la picadura ya ni le molestaba, y bien podía esperar un par de horas para que le viera el matasanos que le había tocado en el seguro como médico de cabecera. Así que sacó de su cajón el pinganillo con micrófono que le había traído su hijo de Nueva Andorra, y se dispuso a comenzar con su jornada como telefonista.
Futufónica, dígame… Le atiende María Clara McFly.

—Oiga, señorita, ya le he dicho a su compañero que necesito hablar con alguien competente.
Clarita se sentía muy extraña. De pronto se venía hacia ella el fondo de la sala, como si alguien lo estuviera moviendo. Era todo tan nítido, tan claro e interesante. Extendió la mano para tocarlo, pero tan sólo dio con el aire que flotaba a su alrededor.

—¿Cómo…? ¿Pero quién ha hecho eso? —musitó impresionada.
—Oiga, ni idea, uno con acento gallego, por si eso le da pistas, señorita.

—No, no… perdone, caballero, no hablaba con usted. ¿Qué desea?
Clarita seguía flotando, pero tenía que cumplir con su trabajo o le podía crear problemas a la pobre Jovita.

—Que he pedido que me pasen con alguien competente…
—¿Y le han pasado conmigo?

—Oiga, que no me ha dejado terminar. Lo mismo me ha hecho su compañero, y al final, mire, perdiendo el tiempo.
—¿Pero con quién quiere que le pase? —un pitido intenso, más de lo normal, le comunicó que alguien esperaba a que lo atendieran por la otra línea—. Espere, caballero, que tengo otra llamada, no cuelgue que enseguida vuelvo con usted.

—Ay, qué leche.
Futufónica, dígame… Le atiende María Clara McFly.

—Siete días…
La voz desgarradora lo invadió todo. Cualquier ser humano habría encontrado aquel tono chirriante e intensamente profundo como insoportable, pero Clarita era muy sufridita.

—Una semanita completa, ¿y? —Clarita se sentía culpable por hacer esperar al señor de la otra llamada, que le había parecido realmente abatido.
—Siete días —la voz grave, profunda, oxidada y repelente, le resultó de nuevo espeluznantemente átona y falta de vida.

—¿Siete días, qué, señora?
—¡Siete días!

—Oiga, tengo que dejarla, que un señor me necesita por la otra línea.
—¡¡¡No sabe con quién está hablando!!! —el berrido atroz cortó el aire como una afilada cuchilla.

—Pues con una señora de… —observó la pantalla de su receptor para leer el prefijo de la llamada— ¿Japón? Josús... pues sí que llama usted de lejos, oiga.
—¡No soy una señora! —la voz, cada vez más áspera y angustiosa, parecía totalmente indignada.

—Discúlpeme, de verdad, es que… Ahora la atiendo, no me cuelgue —apretó un botoncito que asomaba junto a su oreja—. ¡Oiga, caballero, ¿sigue ahí?!
—Qué remedio, señorita.

—¿Pero qué le pasa, hombre de Dios? ¿Puedo ayudarle?
—Es que estoy muy triste… que todo me pasa a mí. Y tengo un run run últimamente de que algo terrible me va a suceder…

—No se me venga abajo, señor…
—Porfirio.

—¡Qué original… y qué alegre! Pero vamos a ver, Porfi, ¿qué puede ser tan malo para que esté así de abatido? Y no conteste a la ligera, tómese su tiempo; medítelo que enseguida vuelvo con usted.
Clarita volvió a pulsar el botón.

—¡¿Me ha dejado a la espera?! —la voz ya no era femenina, sino más bien un rugido de ultratumba.
—Si le oyera al pobre Porfirio… está fatal; ¿qué iba a hacer yo? No se me altere, señora.

—Yo no me altero, no tengo esa capacidad. Sólo debo entregar mi mensaje… ¡Siete días!
—¿Y mañana serán seis?

—¿Cómo?
—No, digo que si es un mensaje estático o que si le dejo aquí nota a mi compañera para que ella se arregle mañana… Es que Jovita, la que de verdad sabe de esto, ha tenido que ausentarse, y yo la sustituyo, ¿sabe?

—¡Tiene que saber que la muerte se cierne sobre el receptor de mi mensaje…! Él ha visto el video y tiene que saber lo que le espera… ¡¡¡ En siete días, desolación, muerte y destrucción!!!
—¡Madre mía! Pero ¿qué le pasa a todo el mundo esta noche? Qué agoreros, de verdad. ¿Y quién es el suertudo receptor?

—Pues es que… está comunicando.
—Y quiere que yo le deje el mensaje…

—¡¡¡Quien reciba mi mensaje será el desafortunado que… !!!
—Sí, en una semana, ya lo ha dicho: “siete días”. Oiga, oiga, le voy a tomar nota, de verdad, pero ahora déjeme un instante con el de la otra línea… que me temo lo peor.

Clarita apretó de nuevo el botón sin darle opción a rechistar a la mujer histérica.
—¿Ya puedo contarle?

—Perdone, Porfirio, es que no sabe cómo está de indignada la señora de la otra línea.
—Al menos siente algo… yo hace tiempo ya que creo que no voy a sentir nada nunca más. Estoy tan sólo, tan triste… Y ahora esta sensación de que algo horroroso va a pasarme…
 
—Usted lo que necesita es salir a tomar el aire, conocer gente, relacionarse —Clarita no comprendía cómo todas aquellas palabras tan sabias estaban brotando de entre sus labios; se sentía renovada y poderosa—. ¿No lo ha pensado?

—Es que llamo desde el “Corredor”.
—¿Qué corredor?

—El de la muerte, mujer.
—Ay, chico, ahora comprendo.

—Y me queda tan poco… En apenas treinta y siete horas, catapún.
La mente de Clarita hervía de pura actividad; una extraña necesidad de hacer algo, de ayudar, de solucionar el problema de Porfirio, se había apoderado de ella. Respiraba con fuerza, intensamente, y se estaba mareando.

“¿Cómo puedo?... Iré allí y lo rescataré… No, hombre… ¿y si lo merece?... Nadie merece morir, Clarita… Anda que no… ¿Pero cuánta gente discute en mi cabeza?... Tengo que ayudar al pobre hombre… Se le ve tan triste…”
—¡Ya lo tengo! —Clarita se sentía más clarividente que nunca—. Espere, Porfirio, no me cuelgue.

Psá… sin otra cosa mejor que hacer…
Volvió a presionar el botoncito.

—Oiga, ¿sigue ahí?
—Sí, atónita contra todo pronóstico, pero sí.

—Pues le paso.
—¡Ay, por Dios qué alegría!… Digo… bien.

Retomó la llamada del desafortunado reo.
—Porfirio, esta señora tiene algo que decirle, y así matamos dos pájaros de un tiro, ¿eh? Hala, un besillo para los dos.

Clarita colgó rápidamente, satisfecha con su buen hacer.
La cabeza le daba vueltas mientras saltaba de un sillón a otro como si tuviera de nuevo doce años. Estaba tan contenta que ni se enteró cuando comenzó a nublársele la visión.

—Ay, que me voy.
Fueron sus últimas palabras antes de estrellarse contra la mullida alfombra de la sala-comedor-cocina.

(...)
 
 MIKA

martes, 6 de agosto de 2013

De los Apeninos a los Alpes, y de Marco, ni rastro...

¡Esto sí que ha sido un viaje y no el de Willy Fog!
Y cuánto hemos aprendido, ¿eh? De antropología (que los suizos están asilvestrados), de aerodinámica (que no todas las carreteras alemanas son el circuito de Le Mans y que la velocidad es inversamente proporcional al truño de coche que alquilas), de termodinámica (que a más calorías, menor resistencia a la fricción del “jodío” sol); pero ante todo, claro,  de gastronomía (que el pellejo de la salchicha alemana está duro de narices, vamos).
Llegada a  Venecia. Qué maravilla… Qué… qué… qué de agua, y de calor. La boca abierta todo el rato, y no sólo de admiración… ¡qué sofocos! Vaporetto para acá, caminata para allá…
¡Mira un palacio!
¡Anda, otro!
¿Y eso tan bonito qué será?
Pues otro, mujer.

Yo quiero ir en góndola; si toda esta gente con chanclas y calcetines se lo puede permitir, no será para tanto, ¿no?… Pues sí, cien eurazos la hora, así que optamos por el traghetto, una góndola algo más rústica, sin dorados ni terciopelos ni filigranas, pero una góndola al fin y al cabo, que te cruza bucólicamente el canal. ¡Pero qué aventura! Si lo llegamos a saber ni caminamos, hacemos todas las visitas en el traghetto, deleitándonos con esa deliciosa armonía entre el disfrute y el pánico por perder la vida. Oye, que te cruzan de un lado a otro del canal, no es más que eso, dos tíos remando de pie sobre una góndola discutiendo entre ellos y haciéndose unas risas mientras tú te ves en mitad de la corriente “marabúntica” de vaporettos, lanchas, trasatlánticos, y demás naves a motor. Todos vienen hacia ti, pero los gondoleros, ajenos a tu congoja, perdidos en sus cositas, ni se inmutan, y claro, a velocidad terminal no vas. Qué momentitos más agradables hemos pasado.

Nos ha encantado, pero hay que seguir, así que nos adentramos en Venecia City para retirar nuestro super coche de alquiler (he elegido por internet uno del grupo intermedio porque sé que vamos a hacer kilómetros entre montañas, y prefiero no jugármela). Pues chico, no sabía yo que el Fiat Panda se codeaba con el A3 y el Golf, pero por aquella zona deben ser poco clasistas. Así que después de montar una performance al de la oficina de Avis por tomarnos el pelo (las jaranas en distintos idiomas suelen ser de lo más constructivas), embutimos la maleta en el maletero/guantera de nuestro flamante utilitario dispuestos a comernos la carretera (que luego tuvimos suerte y no nos la comimos).
Aún así estamos re-felices, que Salzburgo nos espera. Nos perdemos, vamos por donde no es, pero qué leche, así vemos más cosas, ¿no es para eso viajar? Que en siete horas de nada habíamos cubierto los 324 km y estábamos en la puerta del hotel de Salzburgo ¡Y cómo es Austria! ¡Madre mía!… Y los austriacos, ¡cómo son los austriacos! Civilizados, agradables, altos, de ojos verdes con reflejos azules y melenas rubias y morenas tornasoladas; o así me han parecido a mí al menos. Pero si hasta dejé una propina en la catedral… yo… la que se derrite con el olor a incienso y entra en shock al cruzarse con un cura; pero cómo no, si te dejan sacar fotos de todo sin cobrarte. Tan limpio, y músicos por todas partes. Yo, al llegar al cementerio en el que se escondió la familia Von Trapp, huyendo de los nazis, también quise ponerme a cantar. Pero si tienen un McDonald’s en el que los camareros te recogen y limpian la mesa, que había unos americanos a nuestro lado al borde del patatús de la impresión, dando vueltas por todas partes bandeja en mano en busca de la basura.

¡Y cómo hacen la cremallera en la carretera! Oye, que se dejan pasar los unos a los otros, que se ceden el paso sin que nadie se lo mande, así, porque sí. Los niños esperan a que salgas de los museos, de las tiendas, para entrar ellos… ¡tócate las narices! Como aquí. Y así descubrimos que los suizos son unos incivilizados (por mucho que digan), que para dos “pirulas” que nos hicieron en la carretera, los dos con matrícula suiza.

Y como vamos bien de tiempo, que nos sobran diez minutos entre prueba y prueba de esta gincana bucólica, ahí que nos vamos en busca de unos lagos maravillosos que preceden a uno de los pueblos más bonitos de Europa: Hallstatt. ¡Qué lagos! De color turquesa intenso y rodeados de montañas y casitas pintorescas (menuda palabra más apañada, que lo mismo define una cabañita de madera el los Alpes, que a la Veneno). Yo haciendo fotos como una loca desde el asiento del copiloto, porque claro, no nos daba tiempo a parar, que nos hubiera salido más a cuenta instalar un “foto finish” en el parachoques del Pandita. Pero aún así, nunca podré olvidar aquel lugar, uno de los más especiales que he visto en mi vida.

La mañana siguiente nos esperaba München. Hay poca distancia, así que después de un desayuno increíble (por estos lares la comida es estupenda), nos adentramos en la famosa autovan, una de las carreteras más aclamadas del mundo. Y aquí, en este preciso momento, es cuando comprendo que los hombres no lloran, no, hasta que la vida les da un revés insoportable, claro. Y ahí está mi marido, en el carril derecho de la autovan, en postura aerodinámica, haciendo el vacío con su esfínter para darle ligereza al Pandita, aguantando casi la respiración, como locos, dándolo todo a 110 km por hora, mientras los Audis, los Volkswagen, los BMW, y hasta los vespinos, nos pasan por el carril izquierdo a 200 por hora arrancándonos las pegatinas. Cómo fingía mi hombre indiferencia, qué capacidad de frustración tan admirable. Creo que ahora lo respeto mucho más.

Y efectivamente, como cabía esperar, en lugar de ir refrescando según recorremos kilómetros hacia el norte, cada vez hace más calor, que hasta el pepinillo gigante que nos compramos en el Viktualienmarkt se nos derrite por el camino. München es una ciudad preciosa, sobre todo la Marienplantz y la zona del Hofbräuhaus (la cervecería más famosa de la zona, conocida por ser donde se reunía el partido nazi), pero claro, después de Austria con sus ciudades pequeñas y maravillosas, el listón quedaba muy alto. Además el pellejo de las salchichas está durísimo (seguro que lo inventó un suizo).

Decidimos descansar un poco porque al día siguiente nos espera mi queridísima amiga Elena en Trento. Aquello no fue siesta, sino un coma inducido, pero nos vino fenomenal para poder proseguir con nuestra gincana. Y como éramos pocos… se nos antojó ver el castillo de Neuschwanstein, aquel en el que se inspiró Walt Disney para el de la Bella Durmiente (el del logotipo Disney, vamos); nos desviaba unos 200 km de nuestro camino, pero frescos como lechugas y sabiendo que nos sobraban dieciséis minutos enteros si queríamos llegar a tiempo a nuestra cita con Elena en el Trentino italiano, ahí que nos fuimos, tan contentos. Y qué bonito, qué vistas, qué especial. Pasamos por una carretera de cabras, de un único carril y doble sentido, llena de tirabuzones, limitada a 100 por hora ¡Ja, estos bávaros son la pera!  Que si hacemos caso, nos matamos. Pero vamos, que el castillo espléndido… por fuera, claro, porque fue un “por mí y por todos mis compañeros” y salir escopetados.

Elena ya no estaba en Trento, sino en el lago de Garda, en Riva, donde íbamos a pasar nuestros últimos días de viaje antes de volver a Venecia. Nos llevaron a comer a un sitio muy típico, frente al lago, para poder descubrir por fin que en Italia hay algo más que pizzas, ensaladas y pasta. ¡Qué crucero nos pegamos por el lago al día siguiente! No dio tiempo a mucho, pero lo suficiente para comprobar una vez más que hay sitios muy distintos a lo que estamos acostumbrados, y tan sorprendentes que hasta a mí me cierran la boca (durante escasos instantes, ¿eh?, tampoco vamos a volvernos locos).

Y con la pena colgando y el corazón lleno de anécdotas y sentimientos hacia otros seres (sobre todo los suizos), volvimos a Venezia sabiendo que era nuestra última noche y que debíamos aprovecharla...

Y vaya si la aprovechamos, qué manera de dormir.
MIKA

viernes, 21 de junio de 2013

Asumidísimo!


Estoy más harta de los malos entendidos entre hombres y mujeres…

Y luego todo son reproches y caras largas. ¿Yo qué sabía cuando mi marido me pedía un "masaje con final feliz" que no se refería al matrimonio? Qué intrínseco, por Dios, que para cuando quiso decirme que “igual no hablábamos de lo mismo” ya teníamos contratado hasta al DJ.

Qué mentira más grande es esa de que estamos en distinta sintonía. No paran de decir que deberíamos venir con manual de instrucciones… ¡si mi marido lo monta todo, hasta la bicicleta elíptica del Decathlon, sin mirar las instrucciones para nada! Otra cosa sería que fueran con fotos y dibujos, y algún que otro chiste del Twitter, para mantener su atención. No estamos en distinta sintonía, es que nosotras somos de Spandau Ballet y ellos de Duran Duran (aunque el mío es de Obús y se le nota en los andares).

Y eso que es encantador. Se ilusiona por unas cosas… De vez en cuando gira la cabeza hacia la izquierda, para descansar la vista de la pantalla del portátil más que nada, y me dice: ¡Anda, Churi, si estás aquí! Y se pone más contento… Es pura sencillez, como esas florecillas que se abren sólo una vez al día y sólo por un ratito… ¡pero qué ratito!

Yo, desde luego, estoy mucho más tranquila sabiendo que el único ser psicópata y neurótico de mi casa comparte cuerpo conmigo. Si es que me entra la risa y se me pasan los enfados solos, no lo puedo evitar; pero es que cuando me pasa eso que nos sucede a todas las mujeres, ese momento en el que te cabreas por algo y empiezas a encenderte en silencio, montando toda una trama de odios, desconfianzas e iras desatadas, esos minutos eternos en los que rememoras a la vez veinte cosas que odias de él y tus pensamientos comienzan a alcanzar tales derroteros que incluso sopesas enviarlo a casa de tu suegra con el perro, es entonces, en ese mismito momento, cuando le miro y me encuentro con la mirada de “badum, badum” poseyendo la total inmensidad de sus pensamientos… ¡Qué capacidad de abstracción! Pues no es serio, se me pasa todo en el momento y no me puedo enfadar. ¿Pero cómo vas a cabrearte con alguien cuya máxima preocupación es que no se le olvide llenar el depósito de la moto, o si será capaz de hablar durante cinco minutos seguidos en alemán en el examen oral, cuando no lo consigue ni en castellano? Y menos mal que le tocó hablar de móviles, que si le piden hablar de amor, implosiona allí mismo delante de los examinadores.

Y cómo me gusta liarle... De vez en cuando le pego un sustito y me despierto melosa y le digo: “Felicidades, mi amor”… sólo por el placer de verle estrujarse el cerebro buscando las múltiples posibilidades. Qué mal ratito… aunque se le pasa enseguida, para qué nos vamos a engañar. O cuando le pido que me diga algo bonito, que se cree que espero que se siente a la luz de las velas y escriba con su pluma de gavilán unas odas a la hermosura de mi semblante, y se pone todo nervioso, cuando con un “cuánto te aprecio” me vale, dadas las circunstancias.

Si es que Dios no les ha dado herramientas para enfrentarse a nosotras, hombre… ¡Pero si se le abren las aletas de la nariz al mentir! Y yo que soy capaz de urdir una trama compleja, con cómplices incluidos, sin que se me curven las cejas ni un poquito.

¿Cómo no le voy a tener cariñito, si en cualquier momento lo dejo demenciado? Hay que ser consecuente, hombre, que algunas se quejan continuamente de que si su marido no es atento, que si no es detallista, que si no es “telépata”… Porque seamos sinceras, eso es lo que queremos, que pueda, y quiera, leernos la mente. Que también sea capaz de combinar los colores, de estar en todas partes a la vez y que adore el suelo que pisamos y cada minuto que pasa con nosotras. Pero si me canso ya sólo de pensarlo.

Yo he decidido casi desde el principio, digamos que por instinto de supervivencia y apego al hilito de felicidad que me ofrece la vida, hacerme la loca, disfrutar de las miguillas que me va dejando (sobre todo sobre el sofá), y ante todo no exigir más lealtad y amor del que yo ofrezco.

Oye, que se vive mucho más tranquila.

jueves, 20 de junio de 2013

Primera página...


Aquí os dejo la primerísima página de "La Ley del Dios Ciego". La escribí hace bastante tiempo, pero cada vez que la leo, que la repaso, cambio algo. Así que, como siempre, las críticas serán bienvenidas. Y por cierto, muchas gracias a todos, os estáis portando conmigo.



A través de los desgarros del raso puedo ver las heridas.

Supuran vivas, abiertas como pequeñas bocas que gritan aterrorizadas. El color rojo, brillante y viscoso, contrasta con la oscuridad de la tela.

No siento ningún dolor. Sólo miedo, un pánico atroz.

Sobre mí, a horcajadas y aprisionándome entre sus rodillas, una figura desenfocada encuentra placer en mi locura. Me siento indefensa,  y creo que deseo permanecer así porque no hago nada más que resignarme.

Hace frío y el viento sopla con la decisión que a mí me falta, tumbando las malas hierbas que se alzan a nuestro alrededor, procurándonos una intimidad que de algún modo me resulta indiferente.

¿Por qué no lloro?

¿Por qué no grito?

¿Por qué no salgo corriendo?

Porque me da aún más miedo salvarme.
[...]
 
MIKA
 

lunes, 17 de junio de 2013

Todos tenemos un pasado... y Clarita varios.



[...]

Y extendió un poco más su visión hasta el horizonte más lejano, hacia donde a sí misma no se permitía mirar desde hacía muchos años, hasta donde se alzaba, entre las montañas, la mansión de los Bullen, el hogar del primer novio de Clarita. Eran un par de tontos adolescentes, y él lucía un poco mustio, pero nunca había dejado de sonreír al recordar aquellos besos furtivos que ella le propinaba cuando estaba despistado.

 —Ay, cari, que no, que no te agobies, que es que no estaba pensando en nada, te lo juro.

—Es que… es que siento que me muero, que mi alma ausente  incinera mis vacías entrañas por no poder saber lo que piensas. Te amo tanto. Ya mi vida no me pertenece ¿lo comprendes?

—Anda, no seas lánguido, Eduardito, que yo también te aprecio.

 Un buen día toda la familia se mudó a vete tú a saber qué lugar lejanísimo, sin avisar, sin un “hasta lueguito” ni nada que pudiera aliviar la congoja de Clarita. El mismo día que comprendió la terrible ausencia, se perdió en el bosque poniendo en jaque a todo el pueblo, buscándola todos como locos; de ahí le venía lo del sonambulismo según su psiquiatra. Aunque poco después conoció al del triángulo, y tonteando, tonteando… se le pasaron todos los males. En varias ocasiones había pensado en cómo sería su vida si aquel día de su primera menstruación, no hubiera perdido al amor de su vida.
 
MIKA

miércoles, 15 de mayo de 2013

Esta Clarita McFly...

Yo no soy muy objetiva para hablar de Clarita, porque para mí es especial, pero desde luego, lo que no le pase a esta mujer... Lo que sí puedo decir es que va experimentar muchos cambios y a vivir extravagantes aventuras, y en este extracto os avanzo el motivo principal. ¿A alguien le suena?
 
(...)
 —¡Porras! Que no llego, no llego, no llego…
¡Y plof!
 
De pronto, y sin ser capaz de recordar cómo diantres había llegado, se encontraba en una de las salas de seguridad del laboratorio, muerta de hambre y de pie frente a un individuo bastante sospechoso que se hallaba tumbado sobre una de las camillas de acero, atado de pies y de manos.
 
—¡¿Quie-quién es usted?! —le gritó angustiada mientras daba un paso atrás.
 
—Pascualito… ya se lo he dicho antes, Clarita.
 
Era un hombre de entre cincuenta y sesenta años. Tenía el pelo blanco y escasamente repartido alrededor de una gran calva de piel brillante y rosada, con bigote y barba a conjunto, de idéntico tono plateado. Sus mofletes prominentes y rosados y sus ojillos pequeños y azules, más incrustados entre sus cejas pobladas y sus mejillas que otra cosa, convencieron a Clarita enseguida de que aquel hombre debía ser más tierno e inocuo que un cachorrito, a pesar del mono elástico color verde metalizado que embutía su cuerpo lozano.
 
—¿Qué hace usted aquí… así atado?
 
—Pero mujer, ¿otra vez? Mire, desista ya de volver al parking para empezar la tarde porque es la cuarta vez que me pregunta.
 
—Puñetero Delorean
 
—Estaba usted limpiando el laboratorio cuando ha reparado en mí, y no ha podido evitar entrar a ver qué hago yo aquí atado. La primera vez me ha regañado por tener los pies descalzos sobre el acero porque deja marca; la segunda he pensado que la había seducido y que volvía a verme haciéndose la remolona; la tercera he decidido que estaba usted como una cabra… hasta que me ha contado lo de su coche. Y esta es la cuarta.
 
—Pero ¿y qué hace usted aquí?
 
—Tutéeme, mujer… Pascualito.
 
—¿Qué leches hace usted aquí, don Pascualito?
 
El hombre estiraba tanto el cuello para poder mirar a los ojos a Clarita que parecía que se iba a desnucar.
 
—Otra vez… Que el doctor me ofreció un bocadillo de calamares y alojamiento a cambio de prestarme a su experimento, y aquí estoy.
 
—¿Y le tiene que atar?
 
—Oiga, que le he pedido a usted cuatro veces que me suelte y no hay manera.
 
—¿Por si se revela?
 
—¿Qué leches? Me ha dicho las otras veces que porque acaba de fregar el suelo…
 
—Oiga, pues ahora que lo dice…
 
—Nada, mujer… si total, no tengo nada mejor que hacer. Acabe tranquila, acabe.
 
—Pues es que ya voy tarde… ¿sabe usted? —Clarita se centró en repasar de nuevo el suelo que ya había limpiado, por si se había dejado algo y no lo recordaba.
 
—Lo sé.
 
—¿Y de qué va vestido?
 
—Pues no estoy seguro, pero yo me encuentro muy "apañao", ¿no?
 
Psá —declaró Clarita sin apartar la mirada de la puerta del armarito que frotaba afanosamente manopla en mano—, más cómodo un chándal, ¿no?
 
—Mujer, pero esto es aerodinámico, ultraligero e ignífugo. Y no me negará que realza el color de mis ojos.
 
—Eso sí, se le van a una los ojos a otra parte. Pero ¿para qué necesita estar usted aerodinámico e ignífugo? ¿Qué le van a hacer, hombre de Dios?
 
—Bueno, ya sabe, sobre todo me están cargando de poderes sobrehumanos; poca cosa de momento.
 
—Oiga, don Pascualito, yo tengo que seguir por las otras salas… luego me paso a ver cómo se encuentra, por si tiene que ir al excusado… o lo que se preste.
 
—Vaya con Dios, buena moza.
 
Clarita no pudo evitar soltar una risita al comprobar cómo el pintoresco hombre estiraba de nuevo el cuello cual jirafa desatada, para echarle una ojeadita a su trasero.
 
Aunque no tardó en borrársele la sonrisa al recordar lo que la aguardaba…
 
No había remedio, era miércoles y tocaba limpiar la sala de los bichejos.
 
Clarita no era excesivamente escrupulosa, de hecho en sus muchos años de trabajo había tenido que acostumbrarse a muchas cosas, a limpiar numerosas escenas no demasiado gratas, sobre todo cuando trabajaba para el otro señor, que en lugar de dialogar usaba la fuerza para todo. Menudos desaguisados había tenido que limpiar Clarita, que luego le daba pereza ver en casa la reposición de la película clásica de terror ”El Resplandor” porque no desconectaba con el trabajo.
 
Sin embargo las arañas… las puñeteras se le hacían cuesta arriba. Estaban bien encerradas, y ni se las sentía, pero aún así ella pasaba el mocho a toda velocidad.
 
—No me dais mieeedooo —canturreaba procurando caerles bien por si algún día alguna se despistaba y conseguía salir de alguna forma.
 
“Es imposible que se escapen, Clarita, no tenga problema que no corre peligro en ningún momento. Además sólo si sus colores son llamativos y brillantes debe preocuparse, las otras son inocuas… Jajaja”.
 
—¿Ja-ja-ja? —recordaba al doctor agriamente.
 
Y eso que no podía quitarse de la cabeza a aquel hombrecillo disfrazado de pepinillo que había dejado en la estancia contigua, y que de vez en cuando alzaba la cara como podía de la camilla para echarle una ojeadita. Ella no estaba acostumbrada a semejante tonteo, y sus ojos… sus ojos tenían algo…
 
—Aaaay —se descubrió suspirando Clarita.
 
Quizá por eso esta vez no puso tanto cuidado en la tarea de limpiar con veinte ojos las urnas de los bichitos, quizá por eso no se dio cuenta de la que la caja número ocho estaba vacía, pero vacía por completo, como si la araña hubiera hecho el hatillo.
 
—¡Clarita!
 
Oyó berrear al otro lado del cristal a Pascualito.
 
Acudió al grito de socorro lo más rápido que pudo. El hombre sacudía todo el cuerpo como podía, dando saltos arrastrando consigo la camilla.
 
—¡¿Qué es esto?! ¡Ay, quítemela, quítemela!
 
Era Pústula, la araña más fluorescente y más querida por el doctor. ¿Qué podía hacer? Le picaría si no era capaz de reaccionar, y quién sabe que de qué atrocidades era capaz su veneno.
 
—Es Pústula.
 
—Chupi, pero quítemela, quítemela… Huy, huy, huy —seguía dando saltitos.
 
Clarita no sabía qué hacer; estaba fuera de sí cuando alzó la mano para enseguida dejarla caer con todas sus fuerzas sobre el pecho de Pascualito.
 
—¡Ay!
 
—¿Le ha picado?
 
—No, es que tiene mucha fuerza, Clarita —su voz sonaba más bien como un resuello de ultratumba.
 
—Ay, perdone… es que me he puesto nerviosa y… yo.
 
—Mujer, que me ha salvado la vida.
 
—Huy, sí… yo… qué…
 
Algo no iba bien. No era capaz de centrar la mirada en sólo uno de los cuatro Pascualitos… le latía muy fuerte el corazón y la cabeza le iba a estallar.
 
—¿Clarita? ¡Clarita, por Dios!
 
Fue lo último que escuchó antes de caer allí mismo desfallecida.
 
La vida estaba pasando ante sus ojos sin que ella pudiera hacer nada, resignada a lo que le deparase el futuro. Las horas debían estar transcurriendo mientras decenas, cientos, miles de imágenes, pasaban por su cabeza. “Menudo aburrimiento de existencia”, decidió.
 
—¡Clarita!
 
—¿Qué? —volvió confusa al mundo de los vivos.
 
—Qué susto, Clarita, ¿estás bien?
 
—Dios mío, ¿cuánto tiempo he estado inconsciente? ¿Han avisado a mi hijo? Que ese se preocupa enseguida —se quejó mientras se levantaba de un salto.
 
Se sentía vaporosamente ligera.
 
—Mujer, si acabas de caerte… ni siquiera se te han cerrado los parpaditos.
 
—Josús, me creía en los albores del acabose.
 
(...)
 
MIKA

viernes, 1 de febrero de 2013

Hasta siempre...


Ay, que se va… que se va de verdad.

Ya no voy a poder reírme con ella de todas las frivolidades y cosas serias dadas la vuelta.

¿Le dará tiempo en el viaje a comprender lo importante que ha sido aquí, los buenos momentos que ha regalado? Porque nada más pisar aquella tierra, tiene que tener muy claro que es grande, que puede con todo y que la vida le va a dar todo lo que ella se atreva a pedirle. No se fía de dar la talla en su destino (un delirio momentáneo), pero yo jamás conocí a nadie tan capaz de todo lo que se proponga, incluso juntar el requesón con el tomate natural y la vinagreta, y que le quede bien.

¿Dónde tomará ahora su ensalada de tomate, cangrejo, huevo, atún y queso fresco… con vinagre de Módena porque es el que “le encanta”? Lo hará sentada a la izquierda de la mesa, en el extremo más alejado, para no clavarle el codo a nadie mientras come con sumo cuidado todo, por separado cada ingrediente, pinchadita a pinchadita, en un orden que ella se ha inventado.

¿Me cambiará por la pelirroja flaquita y nerviosa que se siente frente a ella? ¿Por Mary Rose? Ojalá que sí… que no me olvide, pero que disfrute tanto como lo hacíamos nosotras en ese oasis de una hora cada día, de lunes de jueves, el momento de las confesiones, los puyazos, las bromas, de lo más importante y lo más tonto.

Ya no voy a estar al día de sus vertiginosos cambios de humor… los pasos de la depresión superflua y la tristeza más profunda, a la alegría más brutal por haber encontrado un peluchito con luces y música para regalarle a su gran amor… ese gran damnificado por el torbellino M.

Me da tanta pena lo mucho que la voy a añorar…

Aunque por otra parte… ahora le toca a G volverse medio loco con sus indecisiones J, con sus locuras.

No te olvidaré.
 
MIKA LOBO